Page 114 - Las ciudades de los muertos
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Servicio, mi carrera en todo Egipto acabaría en un minuto.
               Henry no parecía convencido.
               —Comprendo lo que dices, pero Khalid no me parece un hombre con el que uno

           pueda enfadarse.
               —Hablas como si fuera el Papa.
               Se echó a reír.

               —No, si fuera el Papa, no me preocuparía. El hecho es que es un arcipreste copto
           que está aquí para unos importantes asuntos de la Iglesia.
               En cierto modo tenía razón, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

               —En realidad, los coptos no cuentan para mucho.
               Era  una  noche  clara  y  cálida  y  la  luna  brillaba  con  fuerza  por  encima  de  los
           edificios blancos de la ciudad. El aire estaba en calma, aunque unos sonidos lejanos

           llegaban hasta nosotros. El almuecín empezaba a llamar a la gente a la plegaria del
           crepúsculo y las calles estaban repletas de fieles.

               Henry deseaba comer más pescado, así que, a pesar de sus quejas del día anterior,
           nos  dirigimos  al  restaurante  del  caíd.  Entré  el  primero,  y  Solimán,  que  estaba
           haciendo de anfitrión aquella noche, al verme frunció el entrecejo. Luego, reconoció
           a Birgit y, al instante, se convirtió en el mâitre d’hotel ideal. Nos atendió al instante,

           eligiendo personalmente una mesa para nosotros, e insistiendo en que nos sentáramos
           cerca  de  los  músicos,  cosa  que  yo  hubiera  preferido  evitar.  Se  comportaba  con

           especial solicitud con Birgit. «¿Cómo está esta joven hoy? ¿Y el padre Rheinholdt y
           los demás? ¿Puede hacer algo por ustedes este humilde caíd?», y así sucesivamente,
           hasta caer en lo absurdo. Birgit estaba obviamente abrumada; pero al final se fue,
           dejándonos que eligiéramos el menú.

               —No quería que cenara con vosotros, no sé exactamente por qué —Birgit paseó
           una mirada ausente a su alrededor.

               No la comprendía.
               —¿El caíd? Pensé que estaba encantado.
               —No, el padre Rheinholdt.
               —¡Oh! —no esperaba aquella respuesta—. ¿Y por qué no?

               —Me parece que creyó a Khalid cuando utilizó tu nombre y tiene miedo.
               —¿No le dijiste que ya no pertenezco al Servicio?

               —Sí, pero no me creyó. Creo que tenía miedo de creerme. ¿Es il…, ilegal lo que
           hizo aquí?
               Titubeé, pero decidí serle franco.

               —Sí, me temo que sí. Envié una notificación a El Cairo en el tren de la tarde.
               Birgit bajó la vista. Creo que no sabía cómo tratar una situación tan complicada.
               —Tiene miedo de que te cuente más de lo que sabes.

               —Destruyeron la pirámide. ¿Qué más me puedes decir, Birgit?




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