Page 116 - Las ciudades de los muertos
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—En la mezquita, señor. Por favor, apresúrese.
               —Pero ¿por qué yo? ¿Qué puedo hacer yo?
               —Usted es del gobierno, del Servicio de Antigüedades.

               Puse los ojos en blanco en señal de desesperación.
               —Trabajar para el gobierno es peor que el pecado original. Nunca puedes quitarte
           la mancha del alma —Henry se echó a reír. Luego, nos pusimos en pie y corrimos

           tras el caíd.
               La mezquita estaba a dos manzanas de distancia y, aunque pequeña, poseía unas
           exquisitas vidrieras con elaborados dibujos geométricos. Una multitud de personas se

           había congregado ante la puerta y, a juzgar por sus ropas, la mayoría habían acudido a
           cumplir con sus plegarias del crepúsculo, aunque, por el tono de sus gritos, parecían
           de bastante mal humor.

               El caíd me agarró de la manga y me arrastró a través de la muchedumbre. Los
           gritos eran aterradores y no tenía ni idea de dónde me estaba metiendo. A mi paso,

           algunos hombres me observaban con cólera en los ojos.
               Llegamos al centro del círculo y, allí, tumbado en el suelo, sucio y magullado,
           descubrí al sacerdote que había visto cenando en Luxor. Tenía una fuerte contusión
           en  el  lado  derecho  de  la  cabeza.  Inclinado  sobre  él,  con  el  rostro  completamente

           impasible y las ropas manchadas de polvo, estaba el imán. Solimán empezó a gritar
           intentando calmar a la muchedumbre, pero sus gritos se perdieron entre los de los

           demás. Volvió a intentarlo, pero nadie le hizo caso. El imán lo observaba con aspecto
           divertido y, de pronto, me miró con curiosidad. A continuación, alzó los brazos por
           encima de la cabeza y los gritos empezaron poco a poco a apagarse hasta que, al cabo
           de pocos minutos, reinaba un profundo silencio.

               —Padre Rheinholdt —Birgit me había seguido entre la multitud, aunque no me
           había dado cuenta de su presencia. Me volví, sorprendido. Henry permanecía detrás

           de ella y ambos tenían la vista fija en el sacerdote herido.
               El imán no hablaba inglés, así que le pregunté en árabe lo que había ocurrido.
           Observó impasible al sacerdote y exclamó:
               —Vino  a  profanar  la  mezquita.  A  los  infieles  como  él…  —me  observó

           directamente a los ojos—. Ya sabe lo que dice la ley mahometana acerca de lo que
           debe hacerse con esa gente.

               Por supuesto que lo sabía.
               —¿Así  que  ahora  que  ha  acabado  el  trabajo,  ha  pasado  de  ser  un  generoso
           empresario a un infiel despreciable?

               El imán clavó en mí una mirada glacial.
               Me arrodillé junto al sacerdote para examinarlo. Un hilo de sangre fluía por uno
           de los lados de la cabeza y acababa formando un pequeño charco junto a la oreja.

           Movía la cabeza de izquierda a derecha con gran debilidad, como si quisiera librarse




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