Page 117 - Las ciudades de los muertos
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de ella. Murmuraba algo ininteligible.
—Este es el señor Howard Carter, del Servicio de Antigüedades —dijo Solimán
al imán.
Me puse de nuevo de pie e hice una ligera reverencia.
—Ya no pertenezco al Servicio de Antigüedades. Me gustaría ayudar en lo que
pueda aquí, pero antes, ¿podría usted decirme exactamente lo que ha ocurrido?
El imán conversó en voz baja con unos hombres, que supuse que serían los
ancianos. Luego, se volvió hacia mí y explicó, con voz de circunstancias:
—Se introdujo corriendo en la mezquita, sin quitarse siquiera los zapatos, y
empezó a gritarme a mí, a los ancianos y a los fieles. Nos llamó blasfemos, bárbaros,
idólatras. Nos llamó idólatras —había estado mirando a Rheinholdt, que ya no se
movía pero gemía suavemente, y ahora desvió la vista hacia mí—. Usted debe de
haber estado en muchas mezquitas, señor Carter. Dígame, ¿en cuál de ellas ha
encontrado usted algún ídolo?
El círculo se había ido abriendo alrededor de nosotros. Desde algún lugar en la
segunda o tercera fila de espectadores, alguien arrojó una piedra, que golpeó en las
costillas de Rheinholdt, arrancándole un grito de dolor. Su herida estaba ahora
cubierta de una capa de sangre seca. Un hombre, que estaba al frente de la
muchedumbre, escupió sobre él.
El imán desvió la vista hacia el sacerdote.
—Parecía que estuviera endemoniado —se sacudió sus ropajes, se atusó la barba
y continuó con la historia—. «¿Dónde están?» —gritaba, una y otra vez. Levantó a un
muchacho del suelo y lo golpeó con fuerza—. «¿Dónde los ocultáis? Tengo más
derecho a ellos que vosotros». No tengo ni idea de a qué se refería —se encogió de
hombros, observó una vez más al sacerdote y esbozó algo parecido a una amable
sonrisa—. ¿Comprende usted lo que significa Al-Islam, señor Carter? ¿Comprende
usted la renuncia?
—Sí, me parece que sí.
—¿Y se burlaría usted de ello? ¿Lo atacaría como hizo este hombre?
—Déjenmelo a mí. ¿Les satisfaría que en el futuro responda yo de su conducta?
El imán volvió a conferenciar con los ancianos.
—Hay tres santos enterrados en la mezquita. Han mancillado sus tumbas.
Estaba cansado y a punto de perder la paciencia.
—Mírenlo, ¿no ven que ha perdido mucha sangre? ¿Quieren acaso que se muera?
—Es un infiel —replicó con calma.
Aquello era ya suficiente.
—También lo es lord Cromer —exclamé con firmeza.
Su expresión se transformó y, por enésima vez, se volvió hacia los ancianos.
—Puede llevarse al sacerdote. Y ahora tendrá que perdonarnos. Hemos de
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