Page 118 - Las ciudades de los muertos
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cambiarnos de ropa antes de que pueda continuar la plegaria —dio media vuelta con
desenfado y se introdujo en la mezquita. Lentamente, los fieles lo fueron siguiendo.
No había otro lugar donde llevarlo más que al hostal. Era de noche y la gente que
no había acudido a la plegaria estaba ya en sus casas. Las calles se veían desiertas a la
luz de la luna mientras nos encaminábamos hacia nuestro alojamiento. Rheinholdt no
era un hombre alto y, a simple vista, no le calculaba más de sesenta y ocho kilos; sin
embargo, mientras lo llevábamos entre Henry, Birgit y yo a través de Benhà, parecía
mucho más pesado, casi exageradamente. Nos costó más de veinte minutos cruzar las
pocas manzanas que nos separaban de nuestro hostal.
El caíd nos seguía, pero sin colaborar. Me volví para observarlo.
—Tal vez podría ir a buscar a un médico.
—Hay uno sólo en la ciudad.
—Tráigalo, entonces.
—Está rezando en la mezquita.
—Ya veo.
—No puedo interrumpirlo, para nadie, pero menos aún para este hombre.
La expresión del rostro de Solimán era difícil de interpretar. El padre Rheinholdt
lo había enriquecido, y supongo que no poco. Creo que ante la mezquita se había
dado cuenta de que aquella inesperada fuente de ingresos había llegado a su fin, al
mismo tiempo que su asociación con el sacerdote lo comprometía ante los ojos de los
fieles de Benhà. Estaba además el Servicio de Antigüedades, y habría comprendido
que yo ya les habría informado de la destrucción de la pirámide. No, el futuro de
Solimán no se presentaba demasiado halagüeño, pero, aun así, no pude evitar
burlarme.
—¿Y usted, no tendría que estar también en la mezquita?
No me respondió y se situó unos pasos por delante de nosotros. Al llegar al
hostal, titubeó ante la puerta y, al final, hizo una ligera reverencia y se marchó de
regreso a la mezquita, o tal vez a su restaurante.
Una vez en la habitación, cogimos agua y jabón y limpiamos las heridas del
sacerdote. Era un hombre bastante atractivo, rubio y delgado; una versión más
reducida y elegante del atlético barón Lees-Gottorp. Entre nuestras cosas había un
botiquín de primeros auxilios y Henry trajo sales aromáticas y unas vendas.
Rheinholdt frunció el entrecejo al oler las sales, pero luego abrió los ojos, hinchados,
y los clavó directamente en los míos. Una expresión de alarma cruzó por su mirada, y
su cuerpo tembló ligeramente. Observó ansioso a su alrededor hasta que descubrió a
Birgit.
—¿Cómo llegué aquí?
Birgit sonrió pero no se acercó a él.
—Te trajimos.
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