Page 119 - Las ciudades de los muertos
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—¿Quiénes?
—Nosotros tres. Estos son el señor Howard Carter y el señor Henry Larrimer.
Desvió la vista hacia Henry, que estaba desenvolviendo las vendas, y, de pronto,
sin explicación alguna, Rheinholdt volvió a asustarse y se nos quedó mirando
aterrado a los tres.
—¡No!
—Cálmese, padre —intenté sin mucho éxito que mi voz sonara como la de un
médico.
—¿Qué van a hacerme?
—Vendarle las heridas. ¿Qué pensó que íbamos a hacerle?
Volvió a observar a su alrededor, inseguro, y luego se sentó en la cama para
inspeccionar la habitación. Por fin, pareció relajarse y me observó.
—Las heridas.
Señalé con el dedo su cabeza y él alzó la mano para tocarse la más profunda.
Frunció el entrecejo.
—Puede estar contento de que no haya sido peor. Los musulmanes tienen una
forma muy severa de tratar a los ateos, especialmente a aquellos que interrumpen sus
plegarias.
—Bárbaros, los odio.
—Y ellos a usted, cosa que es más grave, porque le sobrepasan en número. ¿Qué
diablos le hizo actuar con tan poca sensatez?
Henry había preparado los vendajes y empezó a envolver la cabeza del sacerdote.
Éste permaneció en silencio unos instantes, con una expresión cada vez más grave.
—Fue ese sacerdote, Khalid. Fue todo obra de él.
—¿Cómo dice? —aquella me parecía una forma bastante extraña de hablar de un
clérigo cristiano, y colega suyo, aunque en el fondo tampoco me sorprendió
demasiado—. ¿El padre Khalid?
—Me envió allí —hizo una mueca, porque Henry acababa de apretar demasiado
uno de los vendajes, y luego prosiguió—. O, mejor dicho, me engañó para que fuera.
Tuvimos una larga conversación esta tarde y debió de adivinar por qué estaba yo en
Egipto. Se aprovechó.
—¿Y por qué está usted aquí?
Había estado hablando con bastante tranquilidad, pero, de pronto, pareció
sospechar.
—Señor Carter —me examinó con atención—. Birgit me dijo que había usted
dejado el Servicio de Antigüedades. ¿Es eso cierto?
—Me dejó él a mí, pero, en cualquier caso, ya no mantenemos relaciones.
—Ya veo —todavía parecía sospechar.
Henry había acabado de vendarle la cabeza.
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