Page 120 - Las ciudades de los muertos
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—Ya está. Parece usted Lázaro, recién salido de una tumba —me temo que mi
           sentido del humor está empezando a influir en Henry.
               Pero a Rheinholdt pareció no gustarle el comentario.

               —Es una broma de muy mal gusto.
               Henry sonrió.
               —Pero apropiada, ¿no cree? Me parece que también le han dañado las costillas.

           ¿Qué tal, le duelen? —presionó con la mano el costado de Rheinholdt.
               El sacerdote soltó un alarido y observó a Henry como si fuera un asesino, pero
           éste se limitó a sonreír, con su buen humor de siempre.

               —Me sorprende que pudiese incorporarse sin ayuda. Tendremos que vendarlas.
               Yo quería forzar a Rheinholdt mientras mantuviera bajada la guardia.
               —Estaba usted diciendo, respecto al padre Khalid…

               Dejó que Henry continuara prestándole su ayuda, evitando mirarnos directamente
           a los ojos a ninguno de nosotros.

               —Hay  unas  cuentas  reliquias  aquí;  un  pájaro  de  arcilla  y  algo  de  ropa.  ¿Me
           comprende, herr Carter?
               —En efecto.
               O, al menos, eso pensaba. No hay una sola ciudad en todo el delta que no se haya

           atribuido  el  ser  el  hogar  de  Jesús,  María  y  José  cuando  vivieron  en  Egipto,  y  las
           historias apócrifas de su vida aquí son tan numerosas y variadas que prácticamente

           todo, todo, puede pasar a ojos de un visitante suficientemente impresionable como
           una  reliquia.  En  un  libro  se  menciona  que  el  joven  Cristo  plantó  un  bosque  de
           sicomoros  y  ahora  todas  las  ciudades  del  delta  con  plantaciones  de  sicomoros
           alardean de haber sido visitadas por el Señor. La ropa que Rheinholdt mencionaba

           debía  de  ser  la  tela  blanca  que  Cristo,  de  niño,  había  teñido  milagrosamente  de
           numerosos colores, pero el pájaro de arcilla era nuevo para mí.

               —Herr Carter —el padre Rheinholdt estaba empezando a adquirir una expresión
           fanática y era evidente que aquel tema le encendía la sangre—. Me parece que no
           podré levantarme solo. ¿Le importaría ayudarme a llegar hasta el espejo? Me gustaría
           ver el aspecto que tengo y lo que me hicieron.

               Henry había acabado de vendarle las costillas, así que, entre los dos, lo ayudamos
           a ponerse de pie y a acercarse al pequeño espejo que había colgado de la pared, a los

           pies de la cama. Intentó mantenerse erguido frente a él, pero fue incapaz. Luego se
           estudió minuciosamente el rostro y acabó sonriéndose a sí mismo.
               —¿Creen que me quedarán cicatrices?

               Nadie le respondió, pero Henry soltó una risita. No tenía ni idea de lo que estaba
           pensando.
               —Birgit —el sacerdote se dio media vuelta con gran cuidado y apoyó una mano

           en la pared.




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