Page 121 - Las ciudades de los muertos
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—¿Sí, padre? —Birgit se había mantenido a una cierta distancia durante todo este
rato, con el rostro totalmente inexpresivo, y tampoco ahora se movió.
—No podré volver sin ayuda. Me gustaría que te acercaras al monasterio y
pidieras que alguien viniera a buscarme. Quizá dos de las monjas.
—Sí, por supuesto —pude ver en su rostro que no tenía ganas de ir.
Henry la acompañó hasta la puerta.
—¿Por qué no regresas con ellas? Tenemos todavía muchas cosas de qué hablar.
Tenía la sospecha de que Rheinholdt no iba a hablar hasta que no estuviera a solas
conmigo, así que se me ocurrió una idea.
—Mejor será que la acompañes, ¿no, Henry? Para que no vaya sola.
A ambos pareció gustarles la sugerencia, así que cogieron un par de linternas y se
marcharon. Los vi atravesar el vestíbulo y desaparecer en la noche.
Rheinholdt todavía estaba de pie, aunque se tambaleaba.
—Por favor, ayúdeme a regresar a la cama —una vez tumbado, echó una ojeada a
su alrededor con expresión desconfiada, como si no se creyera que estuviésemos
realmente a solas, y al hablar lo hizo en tono de confidencia—. Herr Carter, ¿de
verdad no trabaja usted ya para el Servicio de Antigüedades?
—Completamente cierto.
—Pero usted conocerá el pasado de Egipto, ¿verdad?
—Ha sido mi profesión —repliqué con vanidad.
—Entonces… —bajó todavía más el tono de su voz—. Entonces comprende lo
que le he dicho de las reliquias, ¿no?
Me recosté contra la mesa e intenté que mi tono de voz sonara inexpresivo.
—Supongo que busca usted las reliquias de Cristo. Del trozo de tela que cambió
de color ya he oído hablar, pero lo otro…
—El pájaro de arcilla —me interrumpió.
—Sí, ésta no me es familiar.
Se movió en la cama y asintió. Ahora que se le había ido la impresión inicial,
debía de estar pasándolo bastante mal.
—Tenemos algo de morfina en nuestro botiquín…
—No, gracias. Lo único que necesito es su conversación —por primera vez en
toda la noche, sonrió, y me di cuenta de que aquello transformaba por completo su
rostro. Era un hombre con un gran atractivo, aunque frío como una piedra; pero ahora
que sonreía, ahora, la fuerza de toda su personalidad lo animaba e, incluso con las
heridas, parecía más amable y simpático. Quería que me gustara, quería confiar en él.
—¿No ha oído nunca la historia de ese pájaro?
—Me temo que no.
—Bien, está escrita en el Evangelio de la Infancia de Cristo, que algunas fuentes
atribuyen a santo Tomás. Cuenta que una vez el joven Cristo y sus compañeros
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