Page 129 - Las ciudades de los muertos
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—Para algo tan importante como esto, sí.
               —Pobre Howard.
               —Vamos —no pronuncié palabra en todo el viaje de regreso. Odio que Henry o

           los demás me traten como si fuera un niño ingenuo.
               Cuando llegamos a Atribis, Birgit nos estaba esperando, sentada junto al fuego.
           Las  llamas  parecían  encenderle  los  ojos  y  otorgaban  a  sus  cabellos  un  brillo  de

           bronce. Todavía llevaba la misma ropa negra del día anterior.
               —Habéis hecho un buen fuego aquí. ¿Vamos a sacrificar a los dioses?
               Henry se echó a reír.

               —Eso depende. ¿En cuál estás pensando?
               Birgit abrió los ojos desmesuradamente y extendió los brazos hacia las llamas.
               —Entre el fuego y la luna —salmodió—, hay lugar para cientos de ellos.

               No  estaba  de  humor  para  estas  cosas  y  todavía  me  enojaba  el  comentario  de
           Henry.

               —¿Cómo te fue el día, Birgit?
               —¡Oh! Bien, supongo —se olvidó por completo de su trance fingido—. El padre
           Rheinholdt ha permanecido en su celda todo el día. Lo oí hablar consigo mismo.
               —¿Una conversación intrascendente o estaba de humor místico?

               —Nada en especial —se encogió de hombros—. Una especie de murmullo. Ha
           salido una sola vez, creo, para buscar comida para su pájaro.

               Henry fue más rápido que yo en reaccionar.
               —¿Tiene un pájaro? ¿Qué tipo de pájaro?
               —Nunca lo he visto —Birgit parecía sorprendida por la impaciencia de Henry—.
           Lo  guarda  en  su  celda  y  nadie  entra  en  ella  excepto  la  monja  encargada  de  la

           limpieza. ¿Por qué lo preguntas?
               Decidí  no  dejar  que  Henry  lo  estropeara  todo.  El  sacerdote  ya  intimidaba

           suficientemente a Birgit para empeorar las cosas.
               —No, por nada, Birgit. Henry es un gran aficionado a los pájaros.
               Henry me observó, confundido, pero me siguió la corriente y abandonó el tema,
           momento que aproveché para abordar uno más seguro.

               —Me sorprende que los sacerdotes y las monjas duerman bajo el mismo techo.
           No es muy… habitual.

               —¡Oh! El monasterio tiene dos alas, separadas por un amplio patio interior. El ala
           que  ocupamos  las  monjas  y  yo  necesita  urgentemente  que  la  reparen.  Siempre  se
           están quejando de eso.

               —¿Cuántas hay?
               —¿Sacerdotes o monjas?
               Me alegraba que Birgit estuviera particularmente informativa aquella noche.

               —De ambos.




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