Page 131 - Las ciudades de los muertos
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—Buenas noches.
Birgit hizo una ligera reverencia y entrechocó los talones como un oficial
prusiano. Cogieron un par de linternas y se alejaron en dirección a las ruinas.
Empecé a bostezar. Al parecer, hablar de mi cansancio me producía aún más
sueño, así que cogí una tercera linterna y entré en la capilla. Dejé la llama al mínimo,
me envolví en el saco de dormir y me quedé dormido casi al instante.
Al poco rato me desperté, muy sobresaltado. La llama de la linterna estaba al
máximo ahora, y brillaba con una luz tan penetrante que me cegaba los ojos. Luego,
pareció redondearse y el color palideció, hasta convertirse en el rostro de la luna.
—Idiota —murmuré para mis adentros—. No es más que un sueño.
El rostro de la luna esbozó una sonrisa, cada vez más ancha, hasta que de pronto
se echó a reír del modo en que Henry se ríe a veces de mí. Luego, se convirtió en el
rostro de uno de esos niños momificados y le empezó a salir sangre de la boca
mientras gritaba. Más tarde, volvió a transformarse en el rostro de Henry Larrimer,
abrió la boca y dijo:
—De los Larrimer de Pittsburgh.
Y empezó a escupir piezas de basalto: brazos, piernas, cabezas, todo ello cayendo
sobre mí desde lo alto del cielo. Me iban a aplastar.
Me incorporé de un salto. «No es más que un sueño, idiota». Estaba sudando,
respiraba con dificultad y me costó largo rato conseguir recuperar el ritmo normal.
Luego, inspiré hondo, pero me dio un ataque de tos. Había algo en el aire, humo.
Podía distinguirlo en el exterior, alrededor del fuego, pero también en el interior, más
difuminado. «¡Dios mío, Henry! Otra vez, no…» Era hachís. Oía voces; eran Birgit y
Henry que hablaban junto al fuego. Quería volver a tumbarme y dormir, pero estaba
demasiado alterado, así que me puse a escucharlos.
—Entonces tenía once años —era Henry quien hablaba, en voz muy baja. Si
había soltado algún grito durante mi pesadilla, con toda seguridad no me habían oído.
Seguí escuchando—. Me parece que estuve llorando durante meses.
Ambos estaban fuera de mi vista, más allá de los límites de la puerta abierta y lo
único que podía ver era el fuego. Todavía estaba algo aturdido y, de vez en cuando,
me parecía que las voces emergían del propio fuego.
—Yo nunca conocí a mi madre —continuó Birgit—. Y mi padre… Pronto me
marché con el «tío Rolf».
—Tengo frío.
—Ven, acércate, siéntate a mi lado.
Escuché un ruido de pasos; luego, silencio.
—Siempre he deseado que regresara mi madre, nunca he podido acostumbrarme a
vivir sin ella —Henry hablaba con voz abatida—. Si pudiese volver a verla, aunque
fuese un momento, o escuchar el sonido de su voz… Es por eso por lo que he venido
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