Page 134 - Las ciudades de los muertos
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El animal abrió la boca y empezó a gemir, aunque en vez de gemidos parecían
           pequeños suspiros. No cesaba de lloriquear.
               Henry  se  inclinó  hacia  él,  pero  el  animal  dio  un  salto  y,  por  alguna  razón,  se

           dirigió hacia mí. Mis reflejos estuvieron a punto de fallarme. Estiré el brazo y cogí al
           animal por una de las patas traseras. Dio un agudo chillido y empezó a picotearme los
           dedos.

               —¡Aquí!  —Henry  sostuvo  en  el  aire  el  saco  abierto  mientras  yo  introducía  al
           animal—.  ¡Dios  mío,  Howard!  Esto  es  asombroso.  ¡Tenemos  pruebas!  ¡Tenemos
           pruebas de verdad!

               Yo seguía petrificado y sentía mis miembros como si fueran de corcho.
               —Pruebas, Henry…, pero ¿de qué? —me señaló el saco sin decir palabra—. No,
           no estoy en condiciones de enfrentarme a él esta noche. Ponlo en algún lugar seguro

           y ya lo examinaremos luego por la mañana. Y, por el amor de Dios, Henry, no fumes
           más hachís.

               Regresé a la capilla y me introduje en mi saco de dormir; pero estaba demasiado
           excitado para poder dormir. De nuevo, Henry con sus drogas y sus fantasías me había
           atrapado.
               Unos minutos más tarde, Birgit entró.

               —Henry se ha dormido.
               —Bien.

               —Estaba tan excitado… Pensé que se iba a quedar en vela toda la noche.
               Me apoyé sobre un codo.
               —Drogas. Ninguno de nosotros estamos en nuestro sano juicio. Ese animal no
           puede ser lo que aparenta.

               —¿Por qué no?
               —Birgit  —el  tono  de  voz  de  maestro  se  estaba  volviendo  habitual  en  mí—.

           Supongo que Henry te ha contado lo de esos animales de arcilla que anda buscando
           Rheinholdt, ¿no?
               —Así es.
               —¿Y no crees tú que las drogas, combinadas con esa sugestión, podrían…? —

           quería convencerme a mí mismo, no a ella. No me importaba lo que Birgit pudiese
           creer. Desde el exterior nos llegaban los gemidos del animal preso.

               La muchacha sonrió.
               —Entonces, vamos afuera a comprobarlo.
               —No,  estoy  demasiado  cansado.  Por  la  mañana  se  habrá  convertido  en  algo

           normal.
               —¿Cuánto tiempo hace que vive en Egipto, señor Carter?
               Bostecé.

               —Trece años.




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