Page 139 - Las ciudades de los muertos
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droga, simplemente había inhalado el humo que dejabas tú.
               Estaba  sentado  con  la  espalda  apoyada  en  la  pared  de  la  capilla  y  las  rodillas
           alzadas. Se abrazó las piernas con los brazos y apoyó la cabeza en las rodillas.

               —Me siento fatal.
               Me puse de pie, tambaleante. Todos y cada uno de los miembros de mi cuerpo
           estaban agarrotados.

               —Birgit  habrá  visto  que  empezaba  a  llover  y  decidió  quedarse  a  dormir  en  el
           monasterio —mientras lo decía, me di cuenta de lo poco convincente que sonaba—.
           Todavía debe de estar allí.

               Me acerqué a la puerta de la capilla y observé la explanada. Todo estaba enlodado
           y había charcos y auténticas piscinas por todas partes. La lluvia caía como una espesa
           cortina grisácea y varios fragmentos de la escultura habían quedado medio enterrados

           en el barro. Tenía que haberlos guardado la noche anterior, así como también tenía
           que haber esperado despierto a que regresara Birgit. Sin embargo, no recuerdo con

           claridad  lo  que  ocurrió  después  de  que  se  marchara  con  Rheinholdt.  Me  debía  de
           haber quedado dormido, después de escribir en mi diario, sin darme cuenta. Malditos
           Henry y sus drogas.
               El sonido de la lluvia cayendo sobre el lodo retumbaba en mis oídos. Nunca había

           visto una cosa así desde que dejé Londres. Salí de la capilla y recogí los fragmentos
           de basalto para llevarlos adentro. Henry permanecía sentado, inmóvil.

               —Deberías salir. La lluvia está muy fría y te espabilará en un momento.
               Gruñó, pero no se movió.
               —Henry, levántate.
               Ni me hizo caso.

               Llevaba manzanas en la bolsa, así que cogí una y empecé a mordisquearla. La
           puerta de la capilla era un rectángulo gris. Me apoyé en la pared para ver cómo caía

           la lluvia.
               La capilla quedaba justo enfrente de la pirámide, pero ahora, pensé con amargura,
           ya no se podría divisar nunca más. El sacerdote la había visto, pero, tras cinco mil
           años de este clima, no debía de quedar mucho que ver. Desgastada por el tiempo,

           asolada por la venganza, y ahora desaparecida. Deseaba que el sacerdote estuviera
           contento,  que  hubiese  encontrado  algo,  cualquier  cosa,  que  le  hiciese  suponer  que

           aquella destrucción había valido la pena. Porque si así era, podría quitárselo, yo o
           Maspero. El mundo habría perdido una pirámide, pero tal vez habría hallado algo,
           aunque fuese pequeño, para compensar esa pérdida. Me quedé mirando el marco de la

           puerta, intentando imaginarme la pirámide tal como había sido, con aquellas frías y
           grises gotas deslizándose por sus paredes escalonadas. Nadie volvería a verla jamás.
               Del exterior nos llegó un sonido, como un chapoteo. Henry alzó la vista, atontado.

               —¿Birgit?




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