Page 143 - Las ciudades de los muertos
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embargo, desde la habitación oía la lluvia torrencial que caía sobre el tejado, sentía la
           humedad que calaba a través de las paredes y veía mis ropas empapadas cada vez que
           volvía  de  un  paseo.  A  pesar  de  que  intentaba  aparentar  indiferencia,  estaba  muy

           preocupado.
               —Es casi bíblico, ¿verdad? ¿Qué crees que vendrá ahora? ¿Una plaga o el fuego
           divino?

               —Pronto  cesará.  —El  tiempo  también  me  afectaba  a  mí  y  me  deprimía.  Me
           dolían  todas  las  articulaciones,  prueba  de  que  me  estoy  haciendo  viejo,  y  aunque
           intentaba poner al mal tiempo buena cara, apenas lo conseguía—. Las estadísticas se

           remontan a miles de años y en ninguna de ellas se menciona otra riada más que la
           habitual crecida del Nilo de cada verano.
               —Tal vez se ahogaron todos.

               —Estás de un humor apocalíptico, Henry. ¿Es sólo por la lluvia?
               —Hank, sabes muy bien por qué estoy así. ¿Has recibido noticias de El Cairo? —

           Frunció el entrecejo al sentir una punzada en el tobillo—. Todavía me duele.
               Me quité la camisa empapada.
               —¿Te duele al tocarlo?
               —Un poco, aunque va mejorando. ¿Sabes algo de Maspero?

               —No.
               Desvió la vista.

               —El caíd interceptó todos tus mensajes.
               —Lo sé.
               Me quité las botas, que chorreaban.
               —¿Nos dejará marchar?

               —Creo que sí. Si en realidad cree que trabajo para el gobierno, no se atreverá a…
               —¿A qué?

               No le respondí. El caíd, absurdo como era, debía sentirse bastante desesperado
           por ocultarles a las autoridades las noticias sobre sus actividades.
               —Howard, me siento como Custer.
               —¿Como quién?

               En  un  estilo  muy  gráfico,  me  contó  la  historia  de  la  desafortunada  derrota  del
           general.

               Encontré una toalla y empecé a secarme.
               —Bueno, que yo sepa los musulmanes no coleccionan cabelleras —le sonreí—.
           Aunque si lo hicieran, estoy seguro de que una de un rojizo brillante como la tuya

           sería muy apreciada.
               Durante  los  tres  días  siguientes,  permanecí  fuera  del  hostal  la  mayor  parte  del
           tiempo, para buscar comida y para intentar hacer un balance de nuestra situación. Fui

           en busca del caíd, que me evitaba con sumo cuidado, y me estrujé el cerebro por




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