Page 142 - Las ciudades de los muertos
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Henry dormía en la parte trasera de la carreta. Había estado tres días tomando
morfina por el dolor que sentía en el tobillo, que estaba hinchado y con un fuerte
hematoma. Yo había permanecido activo todo el tiempo, aunque sin conseguir
grandes cosas.
Nuestro conductor se llamaba Akim-es-Sihri, y, aunque aseguraba tener sesenta y
dos años, aparentaba noventa. Mientras avanzábamos a través de un delta empapado
en agua, no cesaba de hablar de su juventud, de su mujer, que murió joven, de sus
hijos, a los que no apreciaba demasiado, y así sucesivamente. Tenía una granja de
melones que llevaba él mismo, con la ayuda de tres nietas.
—¿Por qué no se volvió a casar nunca? —quería que continuara hablando porque
su voz era profunda e inspiraba confianza.
—Mi mujer me aseguró en su lecho de muerte que si alguna otra mujer ocupaba
mi cama, vendría a media noche para quitarme el alma y llevarla al infierno.
No respondí.
—Créame, era capaz de hacerlo.
—Por supuesto.
Debió de captar la ironía que traducían mis palabras.
—Se ríe usted. Otros arqueólogos han venido a el-Qatta para profanar las tumbas
que hay allí. Nunca permanecen mucho tiempo.
Una espesa niebla envuelve nuestro camino y la voz de es-Sihri parece resonar en
ella. La carreta se nos ha quedado encallada en el lodo más de tres veces durante la
mañana y me ha tocado empujar mientras es-Sihri fustigaba a los burros.
La lluvia no había cesado en tres días. Nadie en Benhà podía recordar nada
parecido. Las calles parecían lagos, y las aguas de los canales y los brazos del Nilo
había crecido convirtiendo las tierras de cultivo en grandes marismas. En Benhà la
gente estaba aparentemente tranquila e indiferente, pero de vez en cuando alguien
hacía algo peculiar, que traducía su verdadero humor. Algunos de ellos, y en mi
opinión sobre todo los más mayores, habían estado a punto de sucumbir al pánico
antes de que la lluvia cesara finalmente. Un hombre que vivía en un extremo de la
ciudad había apaleado a sus dos hijos pequeños hasta matarlos. La mezquita estaba en
continuo movimiento y las plegarias, como la lluvia, se sucedían sin cesar.
El día anterior, por la mañana, había ido a pie hasta Atribis, a pesar de la lluvia.
Todo estaba cubierto de agua. Pronto las piedras quedarían enterradas en el fango y
las inscripciones todavía más erosionadas. Hacía miles de años, los elementos habían
empezado a destruir este lugar y éste iba a ser el fin. Los sacerdotes habían sido sólo
una pequeña ayuda.
Durante todo aquel tiempo, Henry permaneció en cama, cuidando su tobillo. Sin
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