Page 145 - Las ciudades de los muertos
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hostal haciendo el menor ruido posible y caminé las dos manzanas que me separaban
           del hostal de es-Sihri.
               El árabe ya se había levantado y estaba atando los burros a la carreta.

               —Carter bajá.
               —Buenos días.
               Pequeños jirones de neblina se levantaban del suelo. Akim hizo remolinos con su

           mano  en  uno  de  ellos  y,  por  un  momento,  pareció  disiparse,  pero  sin  llegar  a
           desaparecer.
               —Tendremos niebla.

               —Bien, así cubrirá nuestra partida.
               —Vaya a buscar a su amigo.
               —No puede andar. Tendremos que detenernos para recogerlo.

               —Entonces siéntese junto a mí y conversaremos un rato por el camino.
               La carreta parecía tan vieja como es-Sihri, estaba convencido de que chirriaría y

           haría un ruido de mil diablos; sin embargo, avanzó en silencio. Los cascos de los
           burros chapoteaban en el fango.
               —¿Quién es su amigo, Carter bajá?
               Le hablé de Hank.

               —Un americano —su tono de voz era reprobador y, cosa rara, por un momento,
           se quedó en silencio.

               Al poco rato llegamos al hostal, sacamos el equipaje y lo atamos a la carreta con
           cuerdas. Luego, sacamos a Hank, que, atontado por la morfina, se echó a reír cuando
           le pedimos que se estuviese quieto, pero se quedó dormido prácticamente al instante.
               Es-Sihri y yo montamos en el pescante y empezó nuestro viaje. Observó a Hank

           por encima del hombro.
               —¿Ve lo que quería decirle sobre esos tipos? No valen para nada.

               Los  burros  emprendieron  un  trote  lento  y  tranquilo,  y  fuimos  atravesando  la
           ciudad: el restaurante del caíd, la mezquita, la estación de tren. Todo estaba enlodado
           y  los  animales  avanzaban  con  dificultad.  En  algunos  lugares,  la  carretera  estaba
           cubierta  con  cuatro  o  cinco  dedos  de  agua.  Vimos  a  un  niño  que  dormía  en  los

           escalones de la estación, recostado en un poste. El sonido de la carreta lo despertó y
           se quedó mirándonos con los ojos muy abiertos. Luego, empezó a gritar:

               —¡Oh! ¡Es Carter bajá! ¡Es Carter bajá! ¡Oh!
               Y se perdió en la espesa niebla para dar la alarma.
               Es-Sihri fustigó a los animales con las riendas para que apretaran el paso.

               —¿Por qué lo vigilan?
               No quería volver a hablar del tema.
               —Es una historia muy larga. El caíd cree que todavía pertenezco al Servicio de

           Antigüedades.




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