Page 122 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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         viven de 1 a 3 años en condiciones óptimas. Los perros y los gatos domésticos pueden alcanzar los
         20 y los 30 años, respectivamente.
            Los biólogos utilizan dos mediciones para el posible tiempo de vida de cualquier animal. Existe un
         tiempo de vida máximo (el límite exterior de la longevidad en una especie dada) y una expectativa de
         vida  media  (el  tiempo  que  los  miembros  de  una  especie  viven  normalmente  en  ambiente  salvaje).
         Con frecuencia hay una enorme divergencia entre estas dos cifras. La naturaleza es extravagante con
         los  nacimientos  e  igualmente  extravagante  con  la  muerte,  pues  permite  que  nazcan  muchas  más
         bestias de las que sobrevivirán hasta la edad de la procreación. Cada año muere al menos la mitad
         de los pequeños animales y los pájaros, cualquiera que sea su especie. Seres tan diversos como la
         mantis  rezadora  y  el  brillante  pez  tropical  de  la  Gran  Barrera  de  Arrecifes  engendrarán  cientos  de
         miles de crías por cada una que sobreviva. La ballena gibosa tiene, teóricamente, un tiempo de vida
         máximo que supera los 70 años, pero en los mares contaminados de la actualidad los recién nacidos
         parecen   tener  una  expectativa  de  vida  que  apenas  alcanza  los  2  o  3  años.  Este  espantoso
         acortamiento de la vida es trágico, porque si no hay suficientes ballenatos que alcancen la edad de la
         procreación la especie mermará hasta extinguirse.
            Aun   sin  la  destructora  intervención  del  hombre,  llegar  a  la  vejez  es  una  de  las  grandes
         improbabilidades de la naturaleza. La única manera factible de medir el tiempo de vida máximo de un
         animal (y el dato será sólo aproximado) es observarlo en un zoológico, que sirve como una especie
         de  museo  de  la  longevidad.  A  los  animales  de  los  zoológicos  se  los  mantiene  bien  alimentados  y
         protegidos de los depredadores hasta que mueren de ancianidad. Así hemos descubierto lo peculiar
         que puede ser la longevidad. En general, cuanto más pequeño es un animal, más corta es su vida;
         por  eso  los  elefantes  viven  treinta y cinco veces más que las gambas. Tras haber establecido este
         hecho, inmediatamente nos enredamos en complicaciones. Algunos animales pequeños, sobre todo
         si son de sangre fría, sobreviven mucho tiempo: los mejillones de agua dulce y las anémonas de mar
         pueden vivir un siglo.
            Pese  a  su  elevado  ritmo  cardiaco  y  a  su  metabolismo  rápido,  las  aves  no  se  desgastan  con
         celeridad:  águilas,  cóndores,  buhos  y  loros  pueden  vivir  entre  cincuenta y setenta años. Algo en la
         vida voladora les otorga durabilidad, pues hasta los murciélagos viven de tres a cuatro veces más que
         un ratón de su mismo tamaño. El hombre, por su parte, es mucho más pequeño que un elefante, pero
         vive más. Todas estas anomalías indican que la naturaleza tiene pocas reglas fijas para determinar la
         duración de la vida.
            Los seres humanos tienen la capacidad de pensar en la inmortalidad, pero la mayor aproximación
         del  ADN  ha  sido  en  organismos  primitivos  (algas,  plancton,  amebas  y  microbios,  por  nombrar  sólo
         unos pocos), cuya existencia es demasiado simple para permitir el envejecimiento. Cualquier ameba
         que  flote  hoy  en  una  zanja,  a  un  lado  del  camino,  brotó  de  la  primera  ameba  que  apareció  en  el
         mundo;   en  vez  de  envejecer  y  morir,  esa  ameba  ancestral  prolongó  indefinidamente  su  existencia
         dividiéndose en copias calcadas de sí misma, una y otra vez. La inmortalidad fue la primera estrategia
         de  supervivencia  que  aprendió  el  ADN,  cientos  de  millones  de  años  antes  de  que  aparecieran  las
         plantas  complejas  y  los  animales,  trayendo  consigo  los complicados síndromes del envejecimiento.
         Un arrecife coralino nunca contrae el cáncer; los estreptococos son inmunes al mal de Alzheimer.
            Cincuenta   años  atrás  aún  parecía  posible  que  las  células  humanas  fueran  potencialmente
         inmortales,  que  pudieran  dividirse  indefinidamente  si  se  les  daba  una  posibilidad.  El  apoyo  más
         convincente provino de un famoso experimento iniciado en 1912 por el Instituto Rockefeller. El doctor
         Alexis  Carrel,  eminente  cirujano  francés  laureado  con  el  Premio  Nobel,  tomó  una  muestra  de
         fibroblast  (células  encontradas  en  tejidos  conjuntivos  tales  como  el  cartílago)  del  corazón  de
         embriones   de  pollo  y  comenzó  a  cultivarlas  en  una  solución  nutritiva.  Las  células  prosperaron,  se
         dividieron y volvieron a dividirse. Las fibroblast se dividían con tanto entusiasmo que llegaron a des-
         bordar los matraces; entonces Carrel retiró el exceso y completó la solución nutritiva con caldo fresco.
         Bajo este régimen, las células se multiplicaron sin freno durante treinta y cuatro años, para detenerse
         sólo cuando se abandonó el proyecto, dos años después de la muerte de Carrel. El experimentador
         tenía  tendencia  a  la  teatralidad;  al  extenderse  la  fama  de  estas  células  de  pollo,  les  confirió
         cualidades  sobrenaturales.  «Atender  a  las  células  se  parecía  mucho  a  un  rito  religioso  —recuerda
         Albert  Rosenfeld—.  En  realidad,  todo  lo  que  entraba  en  el  laboratorio  de  Carrel  tomaba  un  aire
         ceremonial  a medida que crecía su celebridad. Llegó a hacer que sus técnicos llevaran a cabo sus
         solemnes funciones vistiendo anchas túnicas negras con capuchas.»
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