Page 124 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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         ciertas  características  y  reprime  otras.  Algunos  teóricos  superarían  el  límite  de  Hayflick  aduciendo
         que una célula no inicia su carrera de cincuenta divisiones sino después de haberse diferenciado. En
         diversas etapas de nuestra vida, algunas células primitivas se dividen y se tornan maduras, mientras
         que otras siguen siendo primitivas. Así el cuerpo está equipado con recursos de reserva. Aun si cada
         célula  debe  respetar  el  límite  de  Hayflick,  no  es  preciso  que  lo  obedezcan  todas  juntas.  Si  esta
         cláusula  de  escapatoria  ha  de  ser  aceptada,  depende  de  comprender  cómo  es  que  las  células
         deciden diferenciarse, para empezar, y los genetistas aún están lejos de saberlo.
            Toda   una  clase  de  células,  las  cancerígenas,  están  desprovistas  de  límites  de  crecimiento.
         Liberadas de la restricción genética, las células del cáncer se dividen descabelladamente hasta que
         muere el cuerpo que las hospeda. Si se las cultiva in vitro se pierde hasta ese límite. Casi todas las
         células malignas cultivadas en laboratorios de todo el mundo son descendientes de tejidos tomados a
         unos pocos individuos, fallecidos hace ya mucho tiempo.
            Una de las victorias indiscutidas de Hayflick es que llevó el envejecimiento hasta el plano celular.
         Su método de «envejecimiento bajo vidrio», como lo llamó cierta vez, es aceptado como norma por
         los biólogos. Hayflick declaró que «la causa primaria de los cambios producidos por el envejecimiento
         ya  no  se  puede  considerar  resultado  de  hechos  ocurridos  en  el  plano  supercelular,  es  decir,  en
         jerarquías celulares correspondientes al plano de los tejidos o más elevados. Es en la célula donde se
         encuentra la acción gerontológicá». Según esta lógica, importa mucho menos estudiar cómo viven los
         organismos que observar cómo viven sus células.
            Esta lógica domina la actual biología del envejecimiento, pero a mí me parece reduccionismo puro.
         La  lógica  que  he  seguido  a  lo  largo  de  este  libro  es  que  el  todo es mucho más importante que las
         partes; la vida de una persona determina la actividad de sus células, no a la inversa. Sin embargo,
         estos  enfoques  no  son  irreconciliables,  pues  nadie  puede  vivir  más  que  sus  células;  eso,  por  lo
         menos, es seguro. Los biólogos como Hayflick tienden a considerar que el ADN es todopoderoso y
         que está muy alejado de la vida cotidiana, como una especie de Jehová bioquímico cuyos dictados no
         se  pueden  desdecir.  «Es  como  si  el  ADN  nos  usara  para  seguir  funcionando»,  se  quejaba  Albert
         Rosenfeld.  Sin  embargo,  éste  es  sólo  un  punto  de  vista.  Si  observas  la  vida  con  los  ojos  de  un
         genetista,  nada  significa  que  una  persona  muy  anciana  tenga  una  fuerte  voluntad  de  vivir  o  que
         disfrute  de  los  placeres  simples  de  la  vida.  Y  en  verdad  eso  puede  ser  insignificante  para  la  pro-
         gramación original del ADN. Pero, como resultado de una vida bien utilizada, tiene una importancia
         enorme; en realidad, es lo más importante.
            Fuera de los tubos de ensayo y los matraces de los biólogos, el ADN recibe la influencia de todos
         tus  pensamientos,  tus  sentimientos  y  tus  actos.  Las  hormonas  de  estrés,  que  juegan  un  papel  tan
         crítico en el envejecimiento, están reguladas por el ARN, que es una copia del ADN; aunque el ADN
         en sí pueda permanecer tranquilo en su bóveda, su gemelo activo está cambiando constantemente
         sus instrucciones. Cuando cambias el estilo de vida para reducir las tensiones, el ARN de tus células
         responde produciendo menos hormonas de estrés.
            El  límite  de  Hayflick  quita  significado  a  todo  el  proceso  de  envejecimiento;  se  convierte  en  un
         mecanismo    que  se  puede  manipular  en  un  laboratorio,  desprovisto  de  aliento,  movimiento,  calor,
         experiencia, memoria, amor, esperanza, coraje, sacrificio, voluntad, curiosidad, y todo lo que torna a
         la vida digna de ser vivida. Por desgracia, manipular células sigue siendo la actividad dominante de la
         gerontología y es la que provoca mayor entusiasmo. En 1990, los medios de difusión anunciaron que
         ciertos  investigadores  de  la  Universidad  de  Wisconsin  habían  inyectado  hormonas  de  crecimiento
         humanas    sintéticas  a  un  pequeño  grupo  de  hombres  cuyas  edades  variaban  entre  los  61  y  los  81
         años.  El  resultado  fue  un  súbito  rejuvenecimiento  que  revirtió  el  envejecimiento  biológico  hasta  en
         veinte  años.  En  el  curso  de  los  seis  meses  de  prueba,  recuperaron  masa  muscular  y  fuerza  de
         manera pareja; la grasa desapareció sin dietas; mejoraron la memoria y otras funciones cerebrales;
         se renovaron el vigor y la resistencia.
            Esta juventud artificialmente recobrada fue recibida por el público con tremendo entusiasmo. Los
         relatos  populares  comparaban  esto  con  el  fantasioso  rejuvenecimiento  de  la  película Cocoon. Los
         sujetos, por su parte, estaban profundamente afectados. «Comencé a sentir los cambios después de
         tres meses. Me sentía mucho más fuerte; es decir, nunca en mi vida me sentí tan fuerte», recordaba
         un  jubilado  que  había  sido  obrero  en  una  fabrica  de  Waukegan.  El  experimento  sólo  incluía  a
         hombres cuyos niveles naturales de hormonas de crecimiento estaban sumamente agotados. En su
         mayoría,  los  ancianos  las  tienen  en  niveles  adecuados,  aunque  reducidos;  los  que  no  tienen
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