Page 127 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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               a  nuestras  expectativas  más  altas.  La  inteligencia  del  cuerpo  consiste,  justamente,  en  adaptarse  a
               condiciones nuevas.
                  Si fueras un biólogo investigador y estuvieras en la Edad de Piedra, con un mapa perfecto del ADN
               humano,   ¿podrías  utilizarlo para prever el surgimiento de la civilización? ¿Preanunciarías a Mozart,
               Einstein,  el  Partenón,  el  Nuevo  Testamento?  ¿Podrías  saber  que  hacia  el  año  2000  las  mejores
               condiciones de vida agregarían seis décadas a la expectativa de vida del hombre primitivo?
                  La maravilla del ADN no es que gobierne mi vida, sino que puede desplegar posibilidades antes
               desconocidas,  según  surjan  en  mi  corazón  y  en  mi  mente.  En  otras  palabras,  el  ADN  sirve  a  mis
               propósitos en vez de ser a la inversa. Hay sociedades que otorgan mucho valor a la longevidad; es
               allí,  en  el  ambiente  de  la  vida  real,  donde  hemos  hallado  nuestro  mejor  laboratorio.  En  vez  de
               basarnos  en  individuos  aislados  que  alcanzan  una  longevidad  extrema,  podemos  estudiar  a  una
               población entera a la que se inculcó esa ambición desde la niñez. Los resultados han sido notables,
               pese a la falta de participación científica.

                  Secretos de los «de vida larga»

               Abjasia,  remota  región  montañosa  del  sur  de  Rusia,  es  una  tierra  de  ancianidad  casi  mítica.  No
               conozco   otro  sitio  donde  haya  una  palabra  determinada  para  designar  al  padre  del  tatarabuelo
               aplicable sólo a los vivos. La legendaria longevidad de la región llamó la atención del mundo a fines
               de  la  década  de  los  sesenta,  cuando  ciertos  visitantes  occidentales  fueron  invitados  para  que
               conocieran  a  los  «supercentenarios»  de  Rusia.  Eran  aldeanos  rurales,  casi  todos  labradores
               analfabetos, con reputación de haber alcanzado edades increíbles: 120,130 y más de 170 años.
                  Fuera  de  la  Unión  Soviética,  esas  afirmaciones  tenían  poca  credibilidad.  Los  gerontólogos
               reconocían ampliamente que el límite máximo de la vida humana estaba entre los 115 y los 120 años.
               Aún  ése  era  un  límite  teórico,  pues  hasta  entonces  nadie  que  tuviera  un  certificado  de  nacimiento
               digno de fe había pasado de los 113 años. Pero en Rusia, el más viejo de los supercentenarios, un
               hombre   llamado  Shirali  Mislimov,  tenía  fama  de  haber  nacido  en  1805,  siete  años  antes  de  que
               Napoleón marchara sobre Moscú. Mislimov vivía en una aldea remota, en el estado de Azerbaiyán, al
               oeste  del  mar  Caspio,  donde  murió  en  1973,  a  la  increíble  edad  de  168  años.  Hacia  el  final  se  lo
               había aislado de los visitantes, debido a su mala salud. Pero si los occidentales no podían visitar al
               hombre más viejo de cuantos vivían, era posible entrevistar a la más anciana de todos los tiempos.
               Era Jfaf Lazuria, nativa de Abjasia, y aseguraba tener aproximadamente 140 años. Con una mezcla
               de  fascinación  y  escepticismo  comenzaron   a  llegar  visitantes  extranjeros,  incluidos  médicos  y
               periodistas. Desde el primer momento, Abjasia resultó ser un sitio encantador para quien provenía de
               las  multitudinarias  y  concurridas  ciudades  de  Europa  y  Estados  Unidos.  La  campiña  era  verde  e
               idílica.  Los  abjasianos,  en  su  mayoría,  vivían  a  altitudes  de  entre 210 y 300 metros por encima del
               nivel  del  mar,  en  pulcras  casas  de  dos  plantas,  con  frecuencia  construidas  de  nogal,  con  amplias
               galerías y cuartos ventilados.
                  El clima de las colinas, cerca del mar Negro, era templado durante todo el año, aunque algo frío,
               con una temperatura media de diez a trece grados. Pero los curtidos abjasianos disfrutaban de ese
               aire  algo  gélido,  asegurando  que  contribuía  al  largo  de  sus  vidas.  Con  excepción  de  la  cocina,  las
               casas en general no tenían calefacción.
                  Aunque la región había sufrido epidemias de malaria y tifus hasta que, en la década de los treinta,
               los ingenieros soviéticos secaron los pantanos de las tierras bajas, Abjasia se jactaba de tener cinco
               veces más centenarios que cualquier otra zona del mundo, y el 80 por ciento de los «de vida larga»
               (nunca  se  les  aplicaba  la  palabra  «viejo»)  eran  activos  y  vigorosos.  Tanto  para  los  hombres  como
               para las mujeres lo habitual era trabajar en las plantaciones de té durante varias décadas después de
               cumplidos los 60 años, edad oficial para el retiro soviético; a los campeones de la recolección se les
               daban certificados cuando cumplían los 100 años.
                  Cuando   un  grupo  de  curiosos  periodistas  norteamericanos  apareció  ante  la  puerta  de  Vanacha
               Temur, de 110 años, él salió vivazmente de su huerto para saludarlos. Vanacha (siempre lo llamaban
               por su nombre de pila) vio a un bebé entre los visitantes y, sonriendo con placer, insistió en que se or-
               deñara una vaca para proporcionarle un refrigerio. Ofreció a los adultos cestos de manzanas de sus
               mejores árboles y distribuyó grandes vasos del aguardiente de manzana regional. Antes de consentir
               en  hablar  de  sí  mismo,  se  expresó  con  sencilla  convicción  sobre  la  necesidad  de  que  hubiera  paz
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