Page 131 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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               mayor  110  (pese  a  que  la  propaganda  soviética  se  jactaba  de  que  la  edad  mínima  era  noventa).
               Abjasia demostró que la ancianidad puede ser una época de mejoría. Los abjasianos brindaban con
               estas  palabras: «Que vivas tanto como Moisés», y veneraban a los longevos por ser personas que
               estaban alcanzando un ideal.
                  La mayor ventaja que disfrutaban los longevos era la de confiar holgadamente en su modo de vivir.
               Los visitantes occidentales notaban en los abjasianos una notable sintonía con los ritmos de la vida.
               justamente  lo  que  hemos  perdido  en  Estados  Unidos.  Vale  la  pena  citar  con  todo  detalle  a  Dan
               Georgakis,  escritor  estadounidense  que  viajó  a  Abjasia  cuando  la  burbuja  ya  había  estallado,  pero
               que  aún  encontró  muchas   cosas  dignas  de  admiración.  En  su  libro  The  Methuselah  Factors,
               Georgakis escribía: «A los abjasianos les disgusta que se les meta prisa, detestan las fechas tope y
               nunca trabajan hasta agotarse. De la misma forma, consideran muy descortés comer con celeridad o
               en exceso... Su rutina tiene un tempo más vinculado con los ritmos biológicos que con los patrones
               atropellados que predominan en casi todos los países desarrollados.»
                  Uno  recibe  la  imagen  de  un  pueblo  que  ha  logrado  un  equilibrio  natural.  En  vez  de  luchar  para
               desprenderse de hábitos insalubres, su cultura ha entretejido la buena salud en una visión total de la
               vida. El 70 por ciento de su alimentación se basaba en hortalizas y productos de granja; otro aspecto
               destacado de la dieta tradicional era su insistencia en la frescura.
                  «Las hortalizas se cosechaban justo antes de cocinar o servir; si la carne formaba parte del menú,
               se mostraba el animal a los invitados antes de sacrificarlo. Cualquiera que fuese la comida servida, se
               descartaban todas las sobras, pues eran consideradas dañinas para la salud. Ese interés por la fres-
               cura  aseguraba  que  se  produjera  una  mínima  pérdida  de  elementos  nutritivos  entre  la  huerta  y  la
               mesa. Casi todos los alimentos se consumían crudos o hervidos, nunca fritos.»
                  La comida ligera y el ejercicio intenso permitía que los abjasianos conservaran la silueta delgada
               que su cultura (al igual que la nuestra) consideraba más agradable, pero en esto había un significado
               más profundo que el de la vanidad. «Los abjasianos figuran entre los pocos pueblos del mundo tan
               conocedores   de  los  malos  efectos  de  la  grasa  que  hasta  los  niños  y  los  bebés  se  mantienen
               delgados.» El tradicional amor por los caballos agregaba otro ritmo a ese estilo de vida integrado, que
               ya incluía trabajo y dieta. «Tan temprano como fuera posible, ya a los 2 o 3 años, se enseñaba a los
               niños a cabalgar. Los caballos proporcionaban el deporte principal y la capacidad de hacer pruebas
               ecuestres era señal de valer individual. Nunca se usaba a los caballos como animales de trabajo: sólo
               para la recreación y el deporte.»
                  En todas las sociedades, la expectativa impera sobre el resultado. En una cultura donde la meta
               más  alta  es  la  riqueza,  toda  la  sociedad  se  concentra  en  hacer  fortuna,  el  prestigio  consagra  a
               quienes ganan más y los pobres son considerados como fracasados. En Abjasia se daba gran valor a
               la longevidad; por lo tanto, toda la sociedad se sentía motivada para alcanzar ese ideal. En Estados
               Unidos ocurre lo contrario; la ancianidad no es apreciada, mucho menos exaltada.
                  Esto ayuda a explicar la manera flagrante en que nuestra sociedad malgasta los últimos años de la
               vida. Subraya este aspecto cierto estudio muy pesimista, hecho por un organismo oficial, el Centro de
               Control  de  Enfermedades.  Para  investigar  la  salud  de  las  personas  al  final  de  la  vida,  los  inves-
               tigadores evaluaron a 7.500 individuos fallecidos en 1986. Se preguntó a las familias si, en su último
               año de vida, el difunto podía aún realizar cinco actividades diarias mínimas: vestirse, caminar, comer,
               ir al cuarto de baño y bañarse. En promedio, sólo el 12 por ciento de quienes murieron después de
               los 65 años podían considerarse plenamente funcionales según estas normas mínimas.
                  En  el  .extremo  opuesto,  durante  los  seis  últimos  meses  de  vida,  el  10  por  ciento  de  los  sujetos
               necesitaba  ayuda  para  realizar  tres  o  más  de  estas  actividades  diarias;  esas  personas  fueron
               clasificadas  como  gravemente  limitadas.  La  mayoría  de  los  ancianos  estadounidenses  cae  entre
               estos  dos  extremos,  en  un  área  difusa  entre  la  autosuficiencia y la dependencia. Inquieta bastante
               comprobar que sólo una de cada siete personas puede satisfacer las necesidades más simples de la
               vida, pero las cifras empeoran cuanto más se las examina con atención.
                  En la categoría de menor edad, entre 65 y 74 años, sólo una quinta parte de las personas podía
               ser clasificada como plenamente funcional. Alrededor del 15 por ciento mostraba confusión cuando se
               le  preguntaba  dónde  estaba;  el  13  por  ciento  tenía  dificultad  para  recordar  el  año actual; el 10 por
               ciento no reconocía del todo a familiares y amigos. Entre quienes murieron de ataques cardiacos, el
               porcentaje  de  personas  plenamente  funcionales  era  mayor  que  entre  quienes  murieron  de  cáncer.
               Sólo un 49 por ciento, entre las víctimas de ataques cardiacos, podían realizar las cinco actividades
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