Page 165 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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               o serán pronto yo mismo, y para mantenerme con vida necesito todo el paquete de materia y energía
               que llamamos Tierra. Bien podría decir que soy sólo una célula en este cuerpo mayor y, puesto que
               necesito a todo el planeta para sustentarme, todo lo de la Tierra forma parte de mi cuerpo. Si esto es
               verdad, no podemos considerar muerto a nada: la carroña en putrefacción, los gusanos y los hongos
               que se alimentan de ella y hasta los huesos de mis antepasados están atrapados en el mismo oleaje
               de vida que me lleva en su cresta.
                  Algunas personas se acobardan ante tanto hablar de la muerte, negando tener algún interés por
               ella. Dicen que no temen a la muerte o, en todo caso, que no los aflige ni tiene sobre ellas el poder
               que he descrito.
                  ¿Por  qué  demorarse  en  un  tema  tan  morboso?  ¿No  es  más  saludable,  simplemente,  aceptar  lo
               inevitable y vivir para el día de hoy? La respuesta a esta objeción es que en nosotros operan fuerzas
               inconscientes.  Aunque  todos reconozcamos que vamos a morir, excepto en aquellos momentos en
               que vemos a un muerto o un moribundo, mantenemos el miedo bien envuelto. Es casi una necesidad
               biológica; no puedo imaginar cómo podría seguir adelante si la idea de mi propia muerte emergiera a
               la superficie del pensamiento más de una o dos veces al año. (Al ser médico me veo obligado a ver la
               muerte con mucha más frecuencia, pero cerrar los ojos de un paciente fallecido por cáncer no me trae
               automáticamente a la cabeza mi propia mentalidad. Puedo sentirme triste, pero no me veo cerrando
               mis propios ojos.)
                  El hecho de que todos nos protejamos del miedo no significa que lo tengamos dominado. Desde el
               fondo de su oscuro pozo, el miedo aún ejerce control sobre nosotros. Para empezar, el mismo hecho
               de  que  no  soportemos  imaginar  nuestra  propia  muerte  lo  inviste  de  tremendo  poder,  como  si  la
               muerte estuviera rodeada por una cerca electrificada con unos diez millones de voltios y un enorme
               letrero: ¡NO TOCAR! NO la tocamos. Y, como la muerte está cercada dentro de la muerte, no sabemos
               mucho de ella. El miedo a la muerte debería cambiar de nombre y llamarse ignorancia de la muerte.
                  Tengo la certeza de que nada envejece tanto a la gente como el miedo. El pesar lo sigue de cerca;
               todos los médicos hemos presenciado el horroroso deterioro que puede afectar a quienes enviudan.
               Pero, en esta competencia, el miedo es vencedor absoluto: el paciente que recibe un diagnóstico de
               cáncer  terminal  puede  marchitarse  con  mucha  celeridad,  casi  ante  nuestros  ojos.  Claro  que  no
               siempre ocurre así. Existen cualidades interiores que vencen al miedo, tales como el coraje y la fe en
               Dios, y algunas personas pueden sacarlas a relucir en momentos de horrible crisis. Pero si el miedo
               logra emerger hará su obra con seguridad. No quiero decir que la muerte sea una ficción, sino que
               nuestra creencia en la muerte crea limitaciones allí donde no deben existir.

                  La utilidad de la muerte

               Entre otras cosas, todos tendemos a suponer que la muerte es de algún modo antinatural y, por lo
               tanto, mala. No estoy de acuerdo. La Naturaleza es muy tolerante y flexible sobre el uso o el no uso
               que  da  a  la muerte; en una imagen más amplia, las cuestiones del bien o el mal tienden a parecer
               bastante arbitrarias. Si analizamos cómo opera la vida en el plano genético, el ADN descubrió hace
               tiempo el secreto de crear células sin edad, en la forma de amebas, algas, bacterias, etcétera, cuyas
               generaciones   se  extienden  hacia  atrás  sin  interrupción.  La  aparición  y  desaparición  de  cualquier
               ameba   por  sí  sola  no  tiene  importancia,  pues  la  vida  continúa  produciendo  amebas  de  los  mismos
               genes.  La  Naturaleza  también  pasó  a  ensamblar  criaturas  sin  edad  más  complejas.  La  hidra,  por
               ejemplo, es un animal acuático primitivo que puede desarrollar células nuevas tan deprisa como se
               deshace de las viejas; compuesta de un pie, un tallo fino y un conjunto de diminutos tentáculos, que
               parece  una  flor,  se  pasa  el  tiempo  creciendo  por  un  extremo  y  muriendo  por  el  otro,  con  lo  cual
               renueva  todo  su  cuerpo  cada  dos  semanas.  Sus  células  existen en perfecto flujo, pues las nuevas
               avanzan constantemente para llenar el sitio de las que van muriendo. Esto es creación y destrucción
               en  perfecto  equilibrio,  sin  sitio  para  la  muerte.  Por lo tanto, el tiempo no puede alcanzar a la hidra;
               sólo muere por accidente, falta de alimento, sequía o alguna otra causa externa.
                  El  secreto  de  la  eterna  juventud  es,  por  lo  tanto,  un  metabolismo  equilibrado,  un constante flujo
               químico que procesa el alimento, el aire y el agua en perfecto equilibrio, sin ceder un milímetro a la
               entropía.  El  ADN  logró  dominar  este  acto  de  equilibrio  hace  cientos  de  millones  de  años.  En  ese
               sentido, la muerte es un desarrollo posterior en la cadena evolutiva, pero aun entre los organismos
               superiores,  el  ADN  ejerce  un  considerable  mando  sobre  la  muerte.  La  abeja  común,  por  ejemplo,
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