Page 166 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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         puede   cambiar  de  edad  a  su  antojo.  Toda  colmena  necesita  de  obreras  jóvenes  cuya  función  es
         permanecer   dentro,  cuidando  y  alimentando  a  las  nuevas  larvas.  Al  cabo  de  tres  semanas,  estas
         obreras crecen y pasan a ser exploradoras maduras, las abejas que salen de la colmena para recoger
         el polen de las flores.
            Sin  embargo,   en  cualquier  momento    dado   puede  haber   demasiadas   obreras   jóvenes  o
         demasiadas exploradoras viejas. En la primavera pueden estar gestándose tantas larvas nuevas que
         la  colmena  carezca  de  exploradoras  maduras  y  requiera  más  con  urgencia.  Cuando  eso  ocurre,
         algunas de las obreras jóvenes envejecen para convertirse en exploradoras en una semana, en vez
         de las tres habituales, y salen en busca de alimento. Del mismo modo, si un enjambre se divide para
         formar una colmena nueva, es probable que se componga principalmente de viejas exploradoras. Al
         percibir la falta de obreras jóvenes, algunas de esas exploradoras revierten su edad y rejuvenecen:
         regeneran   las  hormonas   de  las  jóvenes  obreras  y  hasta  les  crecen  las  marchitas  glándulas
         necesarias para producir alimento para las larvas.
            Los estudiosos de las abejas quedaron atónitos al descubrir esta conducta. Cayeron entonces en
         la  cuenta  de  qué  el  envejecimiento  no  es  un  proceso  de  un  solo  sentido,  dictado  por  un  plan
         inamovible; para la abeja, el envejecimiento es plástico, capaz de avanzar y retroceder, retrasarse o
         acelerarse; el verdadero misterio radica en por qué esto no ocurre en las formas de vida superiores.
         Yo  aduciría  que  el  envejecimiento  siempre  es  plástico,  pero  que  lo  hemos  cimentado  en  su  sitio
         mediante nuestra creencia en la muerte, el inevitable punto final del plan fijo del envejecimiento. «Las
         colonias  de  abejas  son  rítmicas  entidades  que  deben enfrentar constantes cambios en población y
         estructura,  disponibilidad  de  alimentos,  depredadores  y  clima»,  escribió  el  investigador  Gene
         Robinson.  Con   ligeros  cambios,  uno  podría  adoptar  este  modelo  para  el  cuerpo  humano:  es  una
         ciclópea colmena de cincuenta billones de células que envejecen o se mantienen jóvenes, según lo
         que necesite la colonia entera en un momento dado.
            En el acuoso interior de cada célula flota un mecanismo autodestructivo, bajo la forma de paquetes
         sellados  de  enzimas  corrosivas.  Estas  enzimas  pueden  o  no  ser  responsables  del  envejecimiento
         normal,  pero  indudablemente  cumplen  funciones  especiales.  Cuando  una  célula  blanca  atacante  o
         macrófaga ha ingerido un gran número de bacterias o virus, por ejemplo, los elimina desatando estas
         enzimas digestivas; en el proceso también muere la macrófaga. No se trata de un acto de violencia
         fortuita, sino de una decisión muy consciente. Por el bien general del cuerpo, la célula se destruye a
         sí misma.
            El  mismo  autosacrificio  deliberado  se  produce  millones  de  veces  al  día  en  nuestro  órgano  más
         grande:  la  piel.  Como  objeto  físico,  una  célula  viva  de  piel  es  muy  frágil,  demasiado  tierna  para
         soportar  los  elementos.  Por  eso  nuestra  capa  exterior  de  piel,  la  epidermis,  está  compuesta  de
         células muertas, lo bastante duras como para resistir los golpes, roces y sacudidas que nos toquen.
            Estas células no perecen por la exposición al aire. Antes bien, cuando se produce una célula joven
         en la dermis (la capa interior de la piel), ésta se ve empujada hacia la superficie por la presión de las
         células nuevas que crecen desde abajo. Durante ese tiempo la célula comienza a acumular dentro de
         sí una proteína llamada queratina, esa sustancia correosa que se encuentra en las uñas y en el pelo.
         La  queratina  reemplaza  la  parte  blanda  de  la  célula,  endureciéndola  cada  vez  más.  Cuando  llega
         finalmente al aire, cada célula de piel contiene queratina suficiente para proteger el cuerpo contra el
         viento,  el  sol  y la lluvia. Entonces la célula muere para completar su misión, sin dejar rastro alguno
         tras ella cuando es sacrificada para abrir paso a la siguiente oleada de células en crecimiento. Como
         la célula epitelial sabe cuándo morir, ayuda a asegurar la supervivencia de todo el cuerpo.
            En  el  extremo  opuesto,  una  célula  de  cáncer  pone  en  peligro  a  todo  el  cuerpo  porque  no  sabe
         cómo   morir.  Básicamente,  una  célula  de  cáncer  es  una  «inmortalista  desmandada»:  trata  de
         sobrevivir según sus propias condiciones, sin prestar atención al destino de las otras. Por demencial
         que  su  conducta  pueda   parecer,  aun  así  representa  una  elección  entretejida  en  el  plan  de  la
         Naturaleza; el ADN de cualquier célula está equipado de genes especiales, llamados oncogenes, que
         parecen ponerse en funcionamiento antes de que se active el cáncer. De acuerdo con otra hipótesis
         reciente, hay en el primer cromosoma del ADN humano genes que, si se activaran, permitirían a cada
         célula  dividirse  indefinidamente.  Los  científicos  aún  no  han  hallado  el  motivo  para  que  las  células
         busquen   su  propia  inmortalidad.  Tal  vez  este  mecanismo  es  un  resto  de  nuestro  antiguo  pasado
         evolutivo. ¿O un poder latente que aún no hemos aprendido a aprovechar?
            Ejercemos   sobre  el  envejecimiento  y la muerte mucho más poder del que estamos dispuestos a
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