Page 53 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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biológicamente más viejo que lo indicado por el calendario. Éstos son los cinco componentes del
síndrome de desuso de Boritz que se pueden observar hoy en incontables ancianos.
Los deterioros físicos de esta lista no son sorprendentes, pero parece raro que el estar inactivo,
por sí solo, pueda llevar a la depresión, por mucho tiempo considerada un trastorno de la
personalidad o el humor. Sin embargo, ciertos estudios del programa espacial ruso han demostrado
que los jóvenes astronautas sometidos a la forzada inactividad del vuelo espacial son presas de la
depresión; cuando se les impone un horario regular de ejercicios se evita esa depresión. El
mecanismo cerebral que controla la depresión parece relacionarse con un tipo de neuroquímicos
llamados catecolaminas. En los pacientes deprimidos, cuyos niveles de catecolaminas son
anormalmente bajos, se pueden restaurar niveles saludables mediante el suministro de drogas
antidepresivas, pero el modo natural de lograr esto es mediante el ejercicio regular.
El ejercicio, por ser sagrado, envía mensajes químicas entre el cerebro y los diversos grupos de
músculos; parte de este flujo de información bioquímica estimula la producción de catecolaminas. Por
ende, cada vez que un médico prescribe un antidepresivo, según declara Boritz, está ofreciendo un
sustituto de lo que el cuerpo prescribe interiormente y que suministra el ejercicio. La noticia de que el
ejercicio contrarresta el envejecimiento ha sido muy difundida, pero quizá no se conozcan tanto sus
efectos preventivos de la depresión. Lo más fascinante, empero, es que la lógica subyacente (que la
función precede a la estructura) se puede extender hasta decir que la conciencia precede a la
función. En otras palabras, las partes del cuerpo que envejecen (pérdida de estructura) no. son sólo
las que no se usan lo suficiente (pérdida de función); el individuo también ha retirado de ellas su
conciencia.
El hombre que aprendió a envejecer
Permíteme demostrar cómo se forma un patrón personal que define el envejecimiento de una
persona según los componentes biológicos y los aprendidos. Tengo un paciente de 67 años llamado
Perry que se ha jubilado como corredor de bienes raíces; su esposa comenzó a preocuparse al notar
que «no era el de siempre». Cuando lo trajo para un examen, Perry se mostró apático e indiferente a
las preguntas. Su esposa comentó que, cuando volvía tarde a casa, después de hacer compras o
visitar a una amiga, él solía estar abstraído con la televisión y apenas se daba cuenta de que ella
había entrado.
Cuando pregunté a Perry cómo se sentía, su respuesta fue evasiva: «Es que estoy envejeciendo,
nada más —dijo—. No me pasa nada que no pudiera curarse teniendo veinte años menos.» Pero lo
cierto es que el Perry de veinte años menos ya cultivaba la simiente de hábitos y creencias que lo
convertirían en lo que es hoy. Como mucha gente de su generación, Perry ha vivido más que sus
padres, que pasaron la vida trabajando duramente en las fabricas de calzado de Boston.
Probablemente, el haberlos visto envejecer marca profundamente las expectativas que tiene para sí
mismo. A su padre «lo guardaron en el armario» a los 65 años; entonces se retiró a una mecedora a
leer los diarios; poco interesado en crearse una vida nueva, aumentó de peso y comenzó a beber
algo más que antes. A los tres años de haber recibido su reloj de oro, sufrió un ataque cardiaco. Los
médicos le aconsejaron que renunciara a cualquier actividad, resignándolo a una vida de inválido. Sin
embargo, en el curso de un año sufrió una segunda trombosis coronaria, esta vez fatal.
La madre de Perry, por el contrario, se mantuvo activa toda la vida. Como tantas mujeres
trabajadoras de otros tiempos, además de desempeñarse en un empleo contable atendía a su familia
y se ocupaba de la cocina, la limpieza y la ropa. Se pueden decir muchas cosas de ese tipo de vida,
pero la mantuvo en un estado físico mucho mejor que el de su esposo; no tenía problemas cardiacos
ni de presión arterial y, por suerte, no fumaba (hábito que consideraba impropio para las señoras). Sin
embargo, tras la muerte de su esposo cayó en la apatía y la soledad; su existencia parecía haber
perdido el sentido. Sin nadie a quien atender y no queriendo ser una carga para sus hijos, vivía
semirrecluida. Al fin murió, tras una serie de trombosis cerebrales.
La visión que Perry tenía del envejecimiento había sido programada por estas dos historias de
vida; aunque probablemente no tenía conciencia de seguir los pasos de su padre, parecía estar en
los umbrales de repetir el modo de envejecer de ellos, al adoptar sus creencias sin saberlo. Al perder
contacto con su propia conciencia había perdido control del proceso de envejecimiento.
Como mi especialidad médica es la endocrinología, Perry y su esposa vinieron a consultarme por