Page 76 - Deepak Chopra - Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo.
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         ningún  caso  de  angina  de  pecho,  ese  típico  dolor  que  indica  la  presencia  de  una  enfermedad
         cardiaca. En siete años de trabajo en Johns Hopkins, Osler vio un total de cuatro casos de angina.
         Hoy  en  día  todos  los  cardiólogos  ven  ese  número  en  el  curso  de  una  hora.  A  partir  de  1900,  la
         incidencia de los ataques cardiacos en este país se duplica cada dos décadas. El doctor Paul Dudley
         White, el más eminente cardiólogo de la generación que siguió a la de Osler, creía que la epidemia se
         debía, principalmente, a dos cambios que se habían producido en Estados Unidos durante este siglo:
         la enorme aceleración en el ritmo de la vida cotidiana y un «enriquecimiento general de la dieta».
            «Enriquecimiento»   significa,  básicamente,  más  grasa.  En  los  años  veinte  y  los  posteriores,
         alimentos tales como la mantequilla, la crema y el bistec se tornaron accesibles, no sólo para la gente
         adinerada, sino para todos. El acelerado ritmo de vida se debió al creciente uso del automóvil, que
         acortó  mucho  el  tiempo  en  que  la  gente  llegaba  a  destino  y,  por  lo  tanto,  dio  nuevo  ímpetu  a  «la
         enfermedad de llevar prisa». Es obvio que estos dos grandes cambios se adecuaban a los deseos de
         una  mejor  vida  material.  El  inmigrante  irlandés  que  ponía  un  bistec  en  la  mesa  en  vez  de  coles  y
         patatas creía estar mejorando la suerte de su familia; reemplazar el caballo y la calesa por un Modelo
         T era un objetivo compartido por todos.
            Nuestro creciente consumo de carnes rojas y otros alimentos altos en grasas saturadas, como la
         leche, el queso, el helado y los huevos, ha sido especialmente desequilibrado. Si se hiciera un gráfico
         de la incidencia de los ataques cardiacos, la arteriosclerosis, el cáncer de mama y el de colon en los
         países  del  mundo.  se  vería  que  ciertas  naciones  tienden  a  caer  al  fondo  en  casi  todas  las
         enfermedades (Japón, Taiwán, Tailandia, El Salvador, Sri Lanka), mientras que otras se elevan a la
         cima (Estados Unidos, Canadá, Australia, Alemania). Si ahora se hace un gráfico de los países del
         mundo según el consumo de leche, carnes rojas, huevos y queso, se produce la misma distribución.
         Las naciones con baja proporción de muertes resultan ser aquéllas donde hay escaso consumo de
         comidas ricas en grasa, mientras que las sociedades de dietas más ricas tienen tasas catastróficas
         de ataques cardiacos, endurecimiento de arterias y cáncer.
            Alcanzar  un  buen  estado  cardiovascular  también  se  hizo  mucho  más  difícil  en  nuestra  ociosa
         sociedad, donde placeres tales como la radio, la televisión y las películas son más tentadoras que el
         ejercicio, al menos superficialmente. Para empezar, el ejercicio es artificial. Hasta el siglo XX la gente
         mantenía   una  actividad  intensa,  quisiera  o  no.  Antes  de  que  Estados  Unidos  se  convirtiera  en una
         sociedad mecanizada, el concepto del ejercicio por el ejercicio mismo era casi desconocido, pues la
         vida  cotidiana  contenía  una  enorme  cantidad  de  actividad  física.  Habría  sido  risible  aconsejar  a  la
         esposa de un agricultor que hiciera aeróbic. Hasta el año 1900, el trabajo humano representaba el 80
         por ciento del total de calorías gastadas en labrar la tierra, aunque los tractores y las cosechadoras ya
         estaban ampliamente en uso.
            Hoy en día, mecanizada ya casi toda la agricultura, el trabajo humano representa apenas el 1 por
         ciento del total de calorías gastadas. Para reanudar la actividad normal que el cuerpo necesita, todos
         debemos    oponernos  conscientemente   a  la  tendencia  que  lleva  hacia  un  aumento  de  la  ociosidad
         física.
            Igualmente   sobresalen   otros  cambios,  más   intangibles.  Antes  de  1920,1a  mitad  de  los
         estadounidenses   vivían  en  ciudades  pequeñas,  sobre  todo  en  granjas;  a  partir  de  esa  fecha,  la
         mayoría   pasó  a  vivir  en  ciudades.  (La  migración  a  zonas  urbanas  continúa,  aunque  hay  ciertas
         señales  de  reacción  con  la  mudanza  de  familias  de  clase  media  y  alta  a  las  zonas  rurales.  Sin
         embargo, no van a labrar la tierra, sino que buscan un aire más puro y menos ruido que en la ciudad.)
         La vida ya no se acompasa por la salida y la puesta del sol. Nos levantamos y nos acostamos cuando
         queremos; trabajamos en oficinas, sin contacto con el aire libre. Si así lo deseamos, podemos trabajar
         durante  toda  la  noche.  Más  importante  aún:  no  trabajamos  para  nosotros  mismos,  pues  con
         frecuencia estamos atados a objetivos ajenos. Las grandes empresas fijan horarios y fechas, asignan
         tareas  y  descripciones  y  conservan  efectivamente  las  decisiones  en  las  manos  de  unos  pocos
         privilegiados.
            El  hecho  de  que  la  vida  moderna  tienda  a  ser  tan  desequilibrada,  en desafío a las necesidades
         innatas del cuerpo, no pasa desapercibido para la fisiología. Tu cuerpo envía señales inconfundibles
         cada  vez  que  no  se  satisfacen  sus  necesidades.  El  estómago  dice  que  está  demasiado  lleno;  los
         músculos tiemblan cuando se les exige más de su fuerza. Quienes prestan atención a los instintos del
         cuerpo,  quienes  tratan  de  fluir  con  la  actividad  diaria  en  vez  de  empujar  y  correr  tienen  más
         posibilidades de establecer un ritmo natural, pese a los pocos requisitos físicos de la vida moderna.
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