Page 153 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  Esa es una de las cosas que por lo menos aprendemos en un
                  asilo.
                         —¿Y cómo está nuestra paciente?
                         —Bien, cuando la dejé, o mejor dicho, cuando ella me
                  dejó a mí —le respondí.

                         —Venga, veamos —dijo él, y juntos entramos al cuarto
                  contiguo.
                         La celosía estaba bajada, y yo la subí con mucho cuida
                  do mientras van Helsing avanzó, con su pisada blanda, felina,
                  hacia la cama.

                         Cuando subí la celosía y la luz de la mañana inundó el
                  cuarto, oí el leve siseo de aspiración del profesor, y conociendo
                  su rareza, un miedo mortal me heló la sangre. Al acercarme yo
                  él retrocedió, y su exclamación de horror, "¡Gott in Himmel!" ,no
                  necesitaba el refuerzo de su cara doliente. Alzó la mano y señaló
                  en dirección a la cama, y su rostro de hierro estaba fruncido y
                  blanco como la ceniza. Sentí que mis rodillas comenzaron a
                  temblar.
                         Ahí sobre la cama, en un aparente desmayo, yacía la
                  pobre Lucy, más terriblemente blanca y pálida que nunca. Hasta
                  los labios estaban blancos, y las encías parecían haberse enco
                  gido detrás de los dientes, como algunas veces vemos en los
                  cuerpos después de una prolongada enfermedad. Van Helsing
                  levantó su pie para patear de cólera, pero el instinto de su vida y
                  todos los largos años de hábitos lo contuvieron, y lo depositó
                  otra vez suavemente.
                         —¡Pronto! —me dijo—. Traiga el brandy,
                         Volé, al comedor y regresé con la garrafa. Él humedeció
                                          blancos
                  con ella los pobres labios     y juntos frotamos las palmas,
                  las muñecas y el corazón. Él escuchó el corazón, y después de
                  unos momentos de agonizante espera, dijo: —No es demasiado
                  tarde. Todavía late, aunque muy débilmente. Todo nuestro traba
                  jo se ha perdido; debemos comenzar otra vez. No hay aquí nin
                  gún joven Arthur ahora; esta vez tengo que pedirle a usted mis
                  mo que done su sangre, amigo John.
                         Y a medida que hablaba, metía la mano en el maletín y
                  sacaba los instrumentos para la transfusión; yo me quité la cha
                  queta y enrollé la manga de mi camisa. En tal situación no había
                  posibilidad de usar un soporífero, pero además no había necesi



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