Page 199 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  noche anterior, para que cuando llegara Arthur se evitaran tantas
                  malas impresiones como fuera posible.
                         ¡Pobre hombre! Estaba desesperadamente triste y aba
                  tido; hasta su hombría de acero parecía haberse reducido algo
                  bajo la tensión de sus múltiples emociones. Había estado, lo sé,
                  genuina y devotamente vinculado a su padre; y perderlo, en una
                  ocasión como aquella, era un amargo golpe para él. Conmigo
                  estuvo más afectuoso que nunca, y fue dulcemente cortés con
                  van Helsing; pero no pude evitar ver que había alguna reticencia
                  en él. El profesor lo notó también y me hizo señas para que lo
                  llevara arriba.
                         Lo hice y lo dejé a la puerta del cuarto, ya que sentí que
                  él desearía estar completamente solo con ella, pero él me tomó
                  del brazo y me condujo adentro, diciendo secamente:
                         —Tú también la amabas, viejo amigo; ella me contó todo
                  acerca de ello, y no había amigo que tuviese un lugar más cer
                  cano en su corazón que tú. Yo no sé como agradecerte todo lo
                  que has hecho por ella. Todavía no puedo pensar...
                         Y aquí repentinamente mostró su abatimiento, y puso
                  sus brazos alrededor de mis hombros haciendo descansar su
                  cabeza en mi pecho, llorando:
                         —¡Oh, Jack! ¡Jack! ¿Qué haré? Toda la vida parece ha
                  bérseme ido de golpe, y no hay nada en el ancho mundo por lo
                  que desee vivir.
                         Lo consolé lo mejor que pude. En tales casos, los hom
                  bres no necesitan mucha expresión. Un apretón de manos, o
                  palmadas sobre los hombros, un sollozo al unísono, son expre
                  siones agradables para el corazón del hombre. Yo permanecí
                  quieto y en silencio hasta que dejó de sollozar, y luego le dije
                  suavemente:
                         —Ven y mírala.
                         Juntos caminamos hacia la cama, y yo retiré el sudario
                  de su cara. ¡Dios! Qué bella estaba. Cada hora parecía ir acre
                  centando su hermosura. En alguna forma aquello me asombró y
                  me asustó; y en cuanto a Arthur, él cayó temblando, y finalmente
                  fue sacudido con la duda como si fuese un escalofrío. Después
                  de una larga pausa, me dijo, exhalando un suspiro muy débil:
                         —Jack, ¿está realmente muerta?





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