Page 236 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  quier esfuerzo de la imaginación parece fuera de lugar; y me di
                  cuenta distintamente de las amenazas de la ley que pendían
                  sobre nosotros debido a nuestro impío trabajo. Además, sentí
                  que todo era inútil. Delictuoso como fuese el abrir un féretro de
                  plomo, para ver si una mujer muerta cerca de una semana antes
                  estaba realmente muerta, ahora me parecía la mayor de las
                  locuras abrir otra vez esa tumba, cuando sabíamos, por haberlo
                  visto con nuestros propios ojos, que el féretro estaba vacío. Me
                  encogí de hombros, sin embargo, permanecí en silencio, pues
                  van Helsing tenía una manera de seguir su propio camino, sin
                  importarle quién protestara. Sacó la llave, abrió la cripta y nue
                  vamente me hizo una cortés seña para que lo precediera. El
                  lugar no estaba tan espantoso como la noche anterior, pero,
                  ¡oh!, cómo se sentía una indescriptible tristeza cuando le daba la
                  luz del sol. Van Helsing caminó hacia el féretro de Lucy y yo lo
                  seguí. Se inclinó sobre él y nuevamente torció hacia atrás la
                  pestaña de plomo. Un escalofrío de sorpresa y espanto me reco
                  rrió el cuerpo.
                         Allí yacía Lucy, aparentemente igual a como la había
                  mos visto la noche anterior a su entierro. Estaba, si era posible,
                  más bella y radiante que nunca; no podía creer que estuviera
                  muerta. Sus labios estaban rojos, más rojos que antes, y sus
                  mejillas resplandecían ligeramente.
                         —¿Qué clase de superchería es esta? —dije a van Hel
                  sing.

                         —¿Está usted convencido ahora? —dijo el profesor co
                  mo respuesta, y mientras hablaba alargó una mano de una ma
                  nera que me hizo temblar, levantó los labios muertos y mostró
                  los dientes blancos. Vea —continuó—, están incluso más agu
                  dos que antes. Con éste y éste —y tocó uno de los caninos y el
                  diente debajo de ellos pequeñuelos pueden ser mordidos. ¿Lo
                  cree ahora, amigo John?
                         Una vez más la hostilidad se despertó en mí. No podía
                  aceptar una idea tan abrumadora como la que me sugería; así
                  es que, con una intención de discutir de la que yo mismo me
                  avergonzaba en esos momentos, le dije:

                         —La pudieron haber colocado aquí anoche.
                         —Es verdad. Eso es posible. ¿Quién?
                         —No lo sé. Alguien lo ha hecho.





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