Page 242 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  momento; aunque le aseguro que no comprendo qué se propo
                  ne.
                         —Acepto sus condiciones —dijo van Helsing—, y lo úni
                  co que le pido es que si considera necesario condenar alguno de
                  mis actos, reflexione cuidadosamente en ello, para asegurarse
                  de que no se hayan violado sus principios morales.

                         —¡De acuerdo! —dijo Arthur—. Me parece muy justo. Y
                  ahora que ya hemos terminado las negociaciones, ¿puedo pre
                  guntar qué tenemos que hacer?

                         —Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al
                  cementerio de la iglesia de Kingstead.
                         El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía,
                  con tono que denotaba claramente su desconcierto:
                         —¿En donde está enterrada la pobre Lucy?
                         El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:
                         —¿Y una vez allí...?
                         —¡Entraremos en latumba!
                         Arthur se puso en pie.

                         —Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de
                  alguna broma monstruosa? Excúseme, ya veo que lo dice en
                  serio.
                         Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postu
                  ra rígida y llena de altivez, como alguien que desea mostrarse
                  digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:
                         —¿Y una vez en la tumba?
                         —Abriremos el ataúd.
                         —¡Eso es demasiado! —exclamó, poniéndose en pie
                  lleno de ira—. Estoy dispuesto a ser paciente en todo cuanto sea
                  razonable; pero, en este caso..., la profanación de una tumba...
                  de la que...
                         Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró
                  tristemente.
                         —Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo
                  mío —dijo—, Dios sabe que lo haría; pero esta noche nuestros





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