Page 249 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  una perversidad voluptuosa. Van Helsing abandonó su escondite
                  y, siguiendo su ejemplo, todos nosotros avanzamos; los cuatro
                  nos encontramos alineados delante de la puerta de la cripta. Van
                  Helsing alzó la linterna y accionó el interruptor, y gracias a la
                  débil luz que cayó sobre el rostro de Lucy, pudimos ver que sus
                  labios estaban rojos, llenos de sangre fresca, y que había resba
                  lado un chorro del líquido por el mentón, manchando la blancura
                  inmaculada de su mortaja.

                         Nos estremecimos, horrorizados, y me di cuenta, por el
                  temblor convulsivo de la luz, de que incluso los nervios de acero
                  de van Helsing habían flaqueado. Arthur estaba a mi lado, y si
                  no lo hubiera tomado del brazo, para sostenerlo, se hubiera des
                  plomado al suelo.

                         Cuando Lucy... (llamo Lucy a la cosa que teníamos fren
                  te a nosotros, debido a que conservaba su forma) nos vio, retro
                  cedió con un gruñido de rabia, como el de un gato cuando es
                  sorprendido; luego, sus ojos se posaron en nosotros. Eran los
                  ojos de Lucy en forma y color; pero los ojos de Lucy perversos y
                  llenos de fuego infernal, que no los ojos dulces y amables que
                  habíamos conocido. En esos momentos, lo que me quedaba de
                  amor por ella se convirtió en odio y repugnancia; si fuera preciso
                  matarla, lo habría hecho en aquel preciso momento, con un de
                  leite inimaginable. Al mirar, sus ojos brillaban con un resplandor
                  demoníaco, y el rostro se arrugó en una sonrisa voluptuosa.
                         ¡Oh, Dios mío, como me estremecí al ver aquella sonri
                  sa! Con un movimiento descuidado, como una diablesa llena de
                  perversidad, arrojó al suelo al niño que hasta entonces había
                  tenido en los brazos y permaneció gruñendo sobre la criatura,
                  como un perro hambriento al lado de un hueso. El niño gritó con
                  fuerza y se quedó inmóvil, gimiendo. Había en aquel acto una
                  muestra de sangre fría tan monstruosa que Arthur no pudo con
                  tener un grito; cuando la forma avanzó hacia él, con los brazos
                  abiertos y una sonrisa de voluptuosidad en los labios, se echó
                  hacia atrás y escondió el rostro en las manos.
                         No obstante, la figura siguió avanzando, con movimien
                  tos suaves y graciosos.

                         —Ven a mí, Arthur —dijo—. Deja a todos los demás y
                  ven a mí. Mis brazos tienen hambre de ti. Ven, y podremos que
                  darnos juntos. ¡Ven, esposo mío, ven!
                         Había algo diabólicamente dulce en el tono de su voz...
                  Algo semejante al ruido producido por el vidrio cuando se golpea



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