Page 295 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  dos por él. Así pues, es preciso que tengamos cuidado de que
                  no nos toque. Mantengan esto cerca de sus corazones.
                         Al hablar, levantó un pequeño crucifijo de plata y me lo
                  entregó, ya que era yo el que más cerca de él se encontraba.

                         —Póngase estas flores alrededor del cuello.
                         Al decir eso, me tendió un collar hecho con cabezas de
                  ajos.
                         —Para otros enemigos más terrenales, este revólver y
                  este puñal, y para ayuda de todos, esas pequeñas linternas eléc
                  tricas, que pueden ustedes sujetar a su pecho, y sobre todo y
                  por encima de todo, finalmente, esto, que no debemos emplear
                  sin necesidad.
                         Era un trozo de la Sagrada Hostia, que metió en un so
                  bre y me entregó. Todos los demás fueron provistos de manera
                  similar.

                         —Ahora —dijo—, amigo John, ¿dónde están las llaves
                  maestras? Si logramos abrir la puerta, no necesitaremos intro
                  ducirnos en la casa por la ventana, como lo hicimos antes en la
                  de la señorita Lucy.


                         El doctor Seward ensayó un par de llaves maestras, con
                  la destreza manual del cirujano, que le daba grandes ventajas
                  para ejecutar aquel trabajo. Finalmente, encontró una que entra
                  ba y, después de varios avances y retrocesos, el pestillo cedió y,
                  con un chirrido, se retiró. Empujamos la puerta; los goznes he
                  rrumbrosos chirriaron y se abrió.
                         Era algo asombrosamente semejante a la imagen que
                  me había formado de la apertura de la tumba de la señorita
                  Westenra, tal como la había leído en el diario del doctor Seward;
                  creo que la misma idea se les ocurrió a todos los demás, puesto
                  que, como de común acuerdo, retrocedieron. El profesor fue el
                  primero en avanzar y en dirigirse hacia la puerta abierta.
                         —¡In manustuas, Domine! —dijo, persignándose, al
                  tiempo que cruzaba el umbral de la puerta.
                         Cerramos la puerta a nuestras espaldas, para evitar que
                  cuando encendiéramos las lámparas, el resplandor pudiera
                  atraer a alguien que lo viera desde la calle. El profesor pulsó el
                  pestillo cuidadosamente, por si no es tuviéramos en condiciones



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