Page 335 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker
lles, incluso con la cicatriz que tenía en la frente. Con su mano
izquierda tenía sujetas las dos manos de la señora Harker, apar
tándolas junto con sus brazos; su mano derecha la aferraba por
la parte posterior del cuello, obligándola a inclinar la cabeza
hacia su pecho. Su camisón blanco de dormir estaba manchado
de sangre y un ligero reguero del mismo precioso líquido corría
por el pecho desnudo del hombre, que aparecía por una rasga
dura de sus ropas, La actitud de los dos tenía un terrible pareci
do con un niño que estuviera obligando a un gatito a meter el
hocico en un platillo de leche, para que beba. Cuando entramos
precipitadamente en la habitación, el conde volvió la cabeza y en
su rostro apareció la expresión infernal que tantas veces había
oído describir. Sus ojos brillaron, rojizos, con una pasión demo
níaca; las grandes ventanas de su nariz blanca y aquilina esta
ban distendidas y temblaban ligeramente; y sus dientes blancos
y agudos, detrás de los labios gruesos de la boca succionadora
de sangre, estaban apretados, como los de un animal salvaje.
Girando bruscamente, de tal modo que su víctima cayó sobre la
cama como si tuviera un lastre, se lanzó sobre nosotros. Pero,
para entonces, el profesor se había puesto ya en pie y tendía
hacia él el sobre que contenía la Sagrada Hostia. El conde se
detuvo repentinamente, del mismo modo que la pobre Lucy lo
había hecho fuera de su tumba, y retrocedió. Retrocedió al tiem
po que nosotros, con los crucifijos en alto, avanzábamos hacia
él. La luz de la luna desapareció de pronto, cuando una gran
nube negra avanzó en el cielo, y cuando Quincey encendió la
lamparita de gas con un fósforo, no vimos más que un ligero
vapor que desaparecía bajo la puerta que, con el retroceso natu
ral después de haber sido abierta bruscamente, estaba en su
antigua posición. Van Helsing, Art y yo, nos dirigimos apresura
damente hacia la señora Harker, que para entonces había recu
perado el aliento y había proferido un grito tan agudo, tan pene
trante y tan lleno de desesperación, que me pareció que iba a
poder escucharlo hasta los últimos instantes de mi propia vida.
Durante unos segundos, permaneció en su postura llena de
impotencia y de desesperación. Su rostro estaba fantasmal, con
una palidez que era acentuada por la sangre que manchaba sus
labios, sus mejillas y su barbilla; de su cuello surgía un delgado
hilillo de sangre; sus ojos estaban desorbitados de terror. Enton
ces, se cubrió el rostro con sus pobres manos lastimadas, que
llevaban en su blancura la marca roja de la terrible presión ejer
cida por el conde sobre ellas, y de detrás de sus manos salió un
gemido de desolación que hizo que el terrible grito de unos ins
tantes antes pareciera solamente la expresión de un dolor inter
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