Page 337 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  peligro seguro para él, puesto que, inmediatamente, olvidando
                  su propio dolor, se aferró a él y gritó:
                         —¡No, no! ¡Jonathan! ¡No debes dejarme sola! Ya he su
                  frido bastante esta noche, Dios lo sabe bien, sin temer que él te
                  haga daño a ti. ¡Tienes que quedarte conmigo! ¡Quédate con
                  nuestros amigos, que cuidarán de ti!

                         Su expresión se hizo frenética, al tiempo que hablaba; y,
                  mientras él cedía hacia ella, Mina lo hizo inclinarse, sentándolo
                  en el borde de la cama y aferrándose a él con todas sus fuerzas.
                         Van Helsing y yo tratamos de calmarlos a ambos. El pro
                  fesor conservaba en la mano su crucifijo de oro y dijo con una
                  calma maravillosa:
                         —No tema usted, querida señora. Estamos nosotros
                  aquí con ustedes, y mientras este crucifijo esté a su lado, no
                  habrá ningún monstruo de esos que pueda acercársele. Está
                  usted a salvo esta noche, y nosotros debemos tranquilizarnos y
                  consolarnos juntos.

                         La señora Harker se estremeció y guardó silencio, man
                  teniendo la cabeza apoyada en el pecho de su esposo. Cuando
                  alzó ella el rostro, la camisa blanca de su esposo estaba man
                  chada de sangre en el lugar en que sus labios se habían posado
                  y donde la pequeña herida abierta que tenía en el cuello había
                  dejado escapar unas gotitas.
                         En cuanto la señora Harker lo vio, se echó hacia atrás,
                  con un gemido bajo y un susurro, en medio de tremendos sollo
                  zos:
                         —¡Sucio, sucio! No debo volver a tocarlo ni a besarlo.
                  ¡Oh! Es posible que sea yo ahora su peor enemigo y que sea de
                  mí de quien mayor temor deba él sentir.
                         Al oír eso, Jonathan habló con resolución.
                         —¡Nada de eso, Mina! Me avergüenzo de oír esas pala
                  bras; no quiero que digas nada semejante de ti misma, ni quiero
                  que pienses siquiera una cosa semejante. ¡Que Dios me juzgue
                  con dureza y me castigue con un sufrimiento todavía mayor que
                  el de estos momentos, si por cualquier acto o palabra mía hay
                  un alejamiento entre nosotros!

                         Extendió los brazos y la atrajo hacia su pecho. Durante
                  unos instantes, su esposa permaneció abrazada a él, sollozan




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