Page 124 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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Pensé en la ciudad de Real de Catorce en San Luis Potosí, pero no hay tantos

               fantasmas como se cree, además están los turistas que intimidan a los espectros.
               Necesitaba localizar un lugar netamente muerto.

               Fue entonces cuando me enteré de San Nepomuceno, una población abandonada

               cerca de Batopilas, Chihuahua, en pleno valle de Satevo. Como todo pueblo
               fantasma que se precie de serlo, San Nepomuceno estaba perdido en un terreno
               semidesértico, escondido en la garganta de un abismo. Para llegar a él se tenía
               que atravesar una zona llamada “Infiernitos”, que era famosa por su calor
               extremo, cactos filosísimos y su gran variedad de alacranes, serpientes, ciempiés
               e insectos venenosos que la ciencia aún no ha podido clasificar. Además el
               viento silbaba de tal manera que terminaba por enloquecer a los viajeros
               nerviosos y las trampas de arena podían tragarse a un hipopótamo en menos de
               treinta segundos.


               Sí, parecía una locura, pero era mi última oportunidad ¡y qué oportunidad!, ¡una
               ciudad atestada de fantasmas! Compré un burro, treinta latas de frijoles y cuatro
               galones de agua, y después de encomendarme a todos los santos me dirigí al
               paraje de Infiernitos.


               Desde el principio el viaje resultó espantoso, me di cuenta que ya no tenía el
               aguante de la juventud pues el calor me agobió hasta la desesperación, el silbido
               del viento me provocó migraña y tres veces caí en agujeros de víbora. Mi pobre
               burro murió de cansancio a los cinco días y ante mis ojos, las hormigas
               carroñeras se lo devoraron. No sé cuánto tiempo estuve vagando, perdido, hasta
               que por fin, encontré la garganta del abismo que conducía a San Nepomuceno.


               Era tal y como lo había imaginado: un clásico pueblo fantasma de casas sin
               techo, calles desiertas, muros con lagartijas calcinadas, carretas carcomidas y
               esqueletos de caballo.


               No esperé mucho tiempo por los fantasmas, pues conforme iba avanzando hacia
               el centro comencé a oír risas y una destemplada música. Cuando llegué a la
               plaza central encontré un cuadro maravilloso: decenas, qué digo, cientos de
               espectros estaban bailando un minué mientras una banda de músicos fantasmales
               tocaba desde una antigua estatua sin cabeza.


               Los fantasmas no se sorprendieron al verme, y hasta me recibieron como si fuera
               una gran personalidad, incluso confesaron que el baile era en mi honor, pues no
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