Page 142 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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—Están vacíos —murmuró Marina.
Era verdad. Tanto el oso de Gil como el de Tobías estaban despanzurrados. A su
alrededor había rastros de borra y un charco de baba.
Los niños se dividieron para explorar el departamento, cada uno armado con un
moderno electrodoméstico. Gil empuñaba el filomátic, Marina agitaba un
rebanatrón (para pelar cualquier tipo de verdura) y Tobías arrastraba un
jugorama (fue lo primero que se encontró en el camino).
Podían estar en cualquier parte, así que más valía no distraerse. Revisaron con
cuidado todos los rincones, incluyendo el interior del lavatrastes, la waflera y el
cafemático.
—¡Aquí está uno! —se escuchó el grito de Tobías desde la habitación de sus
padres.
Marina y Gil corrieron a su lado, y en efecto, frente al cesto de ropa sucia había
una sanguijuela, no más grande que un dedo meñique. Ni siquiera hizo falta un
arma, Tobías pisó al bicho con el pie y lo convirtió en papilla. Estaba feliz, ¡qué
valiente se había portado! ¡Y fue tan fácil!
—Pensé que estos serían más grandes —dijo Gil pensativo.
La niña señaló el interior del cesto de ropa sucia, algo se movía dentro, y de
pronto cayó al suelo otra sanguijuela diminuta, seguida por una cuarta y una
quinta…
Marina jaló la sábana que cubría el cesto. Los tres niños retrocedieron
aterrorizados. Dentro estaba la sanguijuela que alguna vez habitó el oso de
Tobías. Era un bicho enorme, del tamaño de un gato, palpitaba furiosamente y a
su alrededor había una docena de huevecillos, algunos ya estaban rotos y surgían
sanguijuelas diminutas, pero eso no era lo peor.
El enorme bicho aún no había terminado su tarea; su piel opaca y acuosa estaba
tan tirante que podían verle el interior, había dentro al menos un centenar más de
huevecillos listos para salir. Era una bomba de sanguijuelas.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marina.