Page 50 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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la sacaran a la fuerza aquel día. Había una trampa, seguro.


               Decidió investigar, así que se dirigió al carromato multicolor. Ahí vio una fila de
               personas comprando espectromex, había clientes francamente ociosos. Una
               señora, por ejemplo, iba a dar una fiesta y quería por lo menos ocho parejas de

               espectros que supieran bailar el vals del Danubio Azul; otro hombre estaba
               haciendo un pedido de treinta fantasmas para formar su propio partido político y
               un grupo de señoritas querían varios fantasmas pues estaban organizando una
               fiesta de intercambio de espectros. Don Carmelo los atendía con paciencia y
               jamás perdía su sonrisa.


               Edmunda se dirigió hasta atrás y descubrió, ocultos entre los árboles, dos
               carromatos más. Ninguno de ellos tenía banderines ni letreros y el más grande se
               sacudía levemente al compás de un extraño zumbido. El ruidoso carricoche no
               tenía ventanas, pero Edmunda, que prefería recibir un jalón de orejas a quedarse
               con la duda, buscó una tabla floja y utilizando una rama a modo de palanca
               levantó la madera. Entonces vio algo increíble.


               Dentro había una flamante cámara para tomar daguerrotipos, que es el nombre
               antiguo para referirse a las fotografías.


               Edmunda ya conocía los aparatos que tomaban imágenes instantáneas pues un
               año antes había pasado por el pueblo un fotógrafo ambulante, aunque la cámara
               que tenía enfrente era más grande y con una especie de carrusel de espejos de
               entre los que sobresalían gruesos tubos de cristal con chorros de vapor verdoso y
               zumbidos. ¿Para qué tanto traste? ¿Acaso la maquinilla además de fotos hacía
               café vienés?


               La niña estaba intentando adivinar todos los usos de tan prodigioso aparato
               cuando escuchó unos pequeños pasos haciendo crujir las hojas secas. ¡Seguro era
               don Carmelo!


               Edmunda era astuta, pero no tenía experiencia en escapes de último momento;
               con las prisas se enganchó un pie con el eje de la rueda de la carreta, luego, al
               zafarse salió rodando y se detuvo a trompicones frente a unas delgadísimas
               piernas.


               Levantó la mirada y vio una cara paliducha de grandes ojos negros. Edmunda
               creyó que era un fantasma vigilante y estaba a punto de darle una patada cuando
               se dio cuenta que era un niño de carne y hueso, bueno, más hueso que carne. Era
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