Page 54 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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causar buena impresión a la gente de Casillas.


               Hicieron más de cinco horas de camino; no porque Casillas estuviera lejos, sino
               porque Pablito se detenía a cada momento. Era un pésimo acompañante de viaje.
               Edmunda descubrió que los experimentos de su padre, en lugar de hacerlo

               valiente y fuerte, habían funcionado en sentido contrario: el niño le tenía fobia a
               todos los insectos, incluyendo a las catarinitas; además le daba miedo la
               oscuridad, las alturas, los lugares demasiado cerrados o demasiado abiertos.
               Tenía catorce alergias distintas que iban desde el queso panela hasta el arroz con
               chícharos; además el polvo le provocaba asma, el sudor le hacía estornudar.
               Terminó el viaje gracias a las palabras de Edmunda, que consistían en amenazas
               de bofetadas y puntapiés si no avanzaba.


               En sus buenos tiempos el pueblo de Casillas fue el más grande de la región y
               tuvo importantes talleres de forja. Sus navajas eran apreciadas en todo el país, de
               ahí la frase: “Para finas cuchillas, las de Casillas”.


               Claro, todo eso fue en su época de esplendor, al agotarse las minas el pueblo se
               vino abajo, aunque Edmunda y Pablito nunca imaginaron qué tanto. Cuando
               llegaron, un lúgubre silencio envolvía Casillas, no había gritos de niños, ni voces
               de adultos, no se escuchaba ruido en los campos, ni tampoco en las cocinas. Al
               avanzar descubrieron que las calles estaban desiertas.


               —Tal vez están en la parroquia —sugirió Edmunda, que empezó a sentir miedo,
               pero no lo dijo—. O solo son muy callados aquí.


               En verdad debía ser un pueblo de mudos porque conforme se acercaban al centro
               todo permanecía tan silencioso como camposanto. Finalmente llegaron a la
               plazoleta central. Edmunda y Pablito se quedaron intrigadísimos.


               Había restos de una tremenda fiesta, papel picado, banderitas, incluso varias
               mesas con platos, jarras de atole, enormes ollas de guisado, servilletas de tela.
               Vamos, había todo lo que debe tener una fiesta, excepto los invitados. Edmunda
               comenzó a llamar a voces, nadie les respondió.


               —¿Ya ves…? Yo tenía razón —dijo Pablito más asustado que nunca—. Todos se
               murieron y se convirtieron en fantasmas.


               —Es imposible —se burló Edmunda—. No se pueden morir todos de golpe…
               De seguro hay alguien por ahí que nos pueda explicar qué pasó.
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