Page 64 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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quedaron en su sitio, muy campechanos, como si estuvieran en el circo.
—¡Dame el morral, no dejes que te lo quite! —gritó la niña.
Pablito le lanzó el morral a Edmunda, y esta de nuevo se lo pasó a Pablito quien
otra vez repitió la operación. El hombrecillo se desesperó de estarlos
persiguiendo y se desenganchó del cinto unos lazos que tenían en el extremo
esferas metálicas. Era una boleadora, un arma muy usada para capturar bestias
en las pampas, pero como ninguno de los niños se había dado una vuelta por la
Argentina, no supieron el peligro al que se enfrentaban.
—Será mejor que se rindan —le dijo Edmunda muy confiada—. Tenemos las
pruebas de su crimen.
El hombrecillo sin parpadear arrojó la boleadora y las esferas se enredaron en los
pies de Edmunda. La niña se desplomó y resbaló al vacío hasta quedar colgando
peligrosamente del borde del campanario. Al último momento consiguió lanzar
el morral a Pablito.
—¿Qué hago? —gritó el niño temblando de pánico.
—¡Que no te quite la evidencia, escapa…!
—¿A dónde? —balbuceó el niño mirando a su alrededor.
Edmunda no podía darle sugerencias. Estaba muy ocupada balanceándose al
borde del abismo.
Entonces, Pablito, desafiando su terror a las alturas, subió hasta la torreta del
templo que remataba en una cruz de hierro.
Todo el pueblo veía la escena, las mujeres se santiguaban, los hombres retenían
la respiración y los más despistados aplaudían.
—¡Ese es mi hijo! —dijo don Toribio entre orgulloso y asustado.
Pablito abrió el morral y sacó un daguerrotipo para lanzarlo a la multitud. Todos
miraron en el cartón impreso la imagen de la niña rubia y su familia. Eran
iguales a unos fantasmas espectromex recién comprados.