Page 65 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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Mientras los habitantes se exprimían los sesos para encontrar un sentido a lo que

               estaba ocurriendo. El hombrecillo fornido se encaramó a la torreta y estiró su
               manaza para agarrar a Pablito. Al cabo de un minuto la cruz de hierro comenzó a
               doblarse con el peso de los dos. Pablito gritó aterrado. El hombrecillo bajó de
               nuevo y tomó una gruesa cuerda que llevaba al otro lado del cinto, con ella
               intentó lazar al flacucho niño.


               —¡Que alguien me ayude!… —gimió Pablito con voz ahogada por el pánico.


               —¡No llores y sigue mostrando los daguerrotipos! —le ordenó Edmunda,
               mientras se columpiaba cabeza abajo como trapecista.

               Pablito esquivó la cuerda, se sorbió un par de lágrimas y manteniendo el

               equilibrio volvió a buscar en el fondo de su morral, lanzó otro cartón impreso, se
               trataba del daguerrotipo de una banda de música en el que se leía: “Orquesta de
               Casillas, Aguas Calientes, 1901”. Ahí podía verse a otros espectromex en vida:
               Servando González, alias Gino Galán; Pedro Arriaga, conocido ahora como
               Billy Dakota; Francisco Cruz, ahora Ruperto Rengo…


               Se escuchó un murmullo nervioso entre los pobladores, una señora empezó a
               dirigirse a la salida.


               —Ahorita vengo… —se excusó nerviosa— acabo de acordar que dejé los
               frijoles en la lumbre…


               —… Y yo debo llevar a mi… gato al doctor —dijo la señorita Ágata.

               —Y yo dejé al gato en la lumbre —aseguró Fausto el panadero, que era pésimo

               para inventar pretextos.

               Y otra vez volvieron los empujones, mordiscos y rasguños, pero ahora para
               alcanzar la salida. La gente comprendió, al fin, que los espectromex no eran de

               fibra de plasmina sino almas reales.

               Mientras, arriba, Edmunda se libró de la boleadora, trepó por el campanario y se
               acercó sigilosamente, por detrás, al hombrecillo fornido. Sin pensarlo mucho, la

               niña le dio una mordida en la pantorrilla. Tal vez no le hiciera gran daño, pero al
               menos le provocaría una infección con sus dientes sarrosos.

               Y en la torreta, colgando como mono, Pablito lanzaba daguerrotipos de bodas,
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