Page 87 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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Tal vez por eso doña Remigia, la madre de Armandito, lo cuidaba tanto. En las

               noches iba cada diez minutos para ver si estaba respirando bien, le escudriñaba
               las orejas siete veces al día, no permitía que cargara nada, ni que sudara, le
               cambiaba la camisa cada hora y además le cumplía los caprichos más exigentes
               con tal de mantenerlo feliz. Armandito lo sabía y aprovechó para pedir un mono
               aullador de mascota, en otra ocasión exigió que le llevaran un circo con
               tragafuegos para quitarse el aburrimiento y en un cumpleaños pidió tres enanos
               vestidos de pollo, solo para tener de quién burlarse… pero todo eso estaba a
               punto de cambiar.


               Una mañana, después del baño, como de costumbre, doña Remigia revisó a su
               hijo con una lente de aumento, pero en esa ocasión lanzó un grito. Había visto
               algo en la piel de su niñito.


               En realidad no era tan espantoso, era una mancha en el cuello y ni siquiera era
               tan grande, parecía un tallón color rosa.


               Doña Remigia se mordió los labios, lloró, se tiró de los cabellos e
               inmediatamente le aplicó a la mancha cuatro ungüentos diferentes, de concha
               nácar, perejil, árnica y plátano.


               —No lo debe ver tu padre —le dijo llorando a su hijo.


               Armandito en realidad no estaba nada preocupado, pensó que se trataba de un
               rasguño, pues había estado cortándole el pelo al mono aullador; pero de todos
               modos lloró y tuvieron que darle una dotación de raspado de grosella para que se
               calmara. Además, aprovechando el dramatismo de la situación, Armandito
               exigió vacaciones y sus maestras particulares fueron despedidas.


               Pero ni así se curó, tres días más tarde le salió una segunda mancha, muy cerca
               de la primera.


               —Puede ser el piquete de un tábano —dijo la madre para tranquilizarse a sí
               misma mientras se mordía los puños para no gritar.


               Entonces mandó quemar las sábanas de la cama del niño, desinfectó la casa con
               petróleo blanco y ordenó afeitar la cabeza de todos los criados. Le suplicó a su
               hijo que no dijera nada a su padre y para compensarlo lo llevó a comprar
               juguetes en los portales de la ciudad. Llenaron dos carretas.
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