Page 90 - Fantasmas, espectros y otros trapos sucios
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cadavérico. Su cara asemejaba un trozo de caña masticada, y parecía que estaba

               ya muerta, pues no tenía la más mínima expresión; pero su peor crimen, según
               Armandito, es que jamás le había dado un regalo.

               Normalmente a Armandito le habían funcionado muy bien los gritos, desmayos

               fingidos y ataques de llanto, pero ahora nada de eso tuvo impacto en sus padres,
               no se conmovieron. Mandaron hacer el equipaje, escribieron una carta que
               entregaron al cochero y a toda prisa metieron a Armandito en el carruaje que lo
               llevaría a casa de su abuela.


               El niño no podía calcular la lista de caprichos que tendrían que cumplirle para
               cubrir tantas ofensas acumuladas, ¡ni siquiera lo habían acompañado en el viaje!,
               iba solo por primera vez en su vida. Normalmente se pondría a llorar por el
               polvo, por la sed, por el hambre, porque se movía mucho el carruaje, porque
               hacía calor; pero ahora no tenía con quién quejarse, el cochero jamás le dirigió la
               palabra. ¡Era inaudito!, en cuanto pudiera iba a denunciar a sus padres por
               crueldad, ojalá los encerraran en el fuerte de San Juan de Ulúa.


               Una hora después llegaron a la finca de la abuela. Estaba en medio de una
               plantación de banano que fue abandonada desde que la invadió una virulenta
               plaga. Con los años, la selva terminó por devorar casi todo y solo sobrevivía la
               casona principal, descarapelada por el salitre. Tenía más de veinte habitaciones y
               cuatro salones que en sus mejores épocas rivalizaban con los mejores palacios
               del país.


               El cochero tocó y después de una eternidad salió personalmente doña Petra
               Argumosa, tan tiesa y cadavérica como de costumbre, leyó la carta y dio
               indicaciones a una vieja ama de llaves para que llevara el equipaje y al mismo
               Armandito a una habitación.


               Junto a la criada, el niño recorrió la casona. Todas las ventanas estaban cubiertas
               por tablones de madera y espesas cortinas de terciopelo negro. Armandito apenas
               pudo ver algunos de los famosos salones imitación de los del Castillo de
               Chapultepec, pero todo estaba tan oscuro que más que una visión parecía un
               borroso sueño.


               Su habitación se encontraba en la segunda planta, en un pasillo lleno de puertas
               y apenas puso un pie, escuchó la voz de la abuela a sus espaldas:


               —Estarás aquí una buena temporada —dijo con una voz tan plana como un
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