Page 105 - El Bosque de los Personajes Olvidados
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de emprender una aventura que desafiaría las tradiciones más antiguas de
nuestro mundo. No había registro de princesas que fueran por iniciativa propia
a tocar la puerta de quien había lanzado una maldición en su contra. De no ser
porque vivíamos en un mundo donde los centauros de vez en cuando tenían
conflictos con los unicornios, aquello habría sonado descabellado.
Otra tarde terminó. El sol estaba a punto de ponerse cuando encaminé a mi
princesa favorita a la calzada rumbo a su palacio. Aquel día, el de su
cumpleaños número ocho, fue la pauta que me abrió la puerta para ser parte de
su vida por largo tiempo. Acordamos vernos cada año hasta tener el plan
perfecto que le asegurara una entrevista con el mago oscuro Rigardo, y en la
que pudiera convencerlo de revertir el hechizo que él le había lanzado. No
estábamos del todo conscientes de lo que esto implicaría, pero sí sabíamos que,
de alguna manera, estaríamos juntos.
Cuando volvía verla desparecer tras las grandes puertas tuve claro que, sin
haberlo planeado, me estaba convirtiendo, del modo más peculiar, en el segundo
príncipe de su historia.
Pasaron dos, tres, cuatro años más.
En su cumpleaños número doce, Anjana se presentó, como de costumbre, en el
linde del bosque, vestida de verde por completo. Cualquiera que nos viera
habría pensado que éramos una pareja monárquica muy combinada. La había
visto crecer, y aunque resultara extraño reconocer sus cambios y constatar que
el tiempo no pasaba por mis facciones imprecisas, disfrutaba muchísimo
atestiguar, año con año, su transformación.
Durante nuestros periodos separados, construí una especie de “cuartel secreto”
en una de las alas occidentales del bosque, donde ideábamos nuestro plan
maestro.
Anjana, que era todo menos una princesa convencional, pasaba mucho tiempo
con la panadera, la florista, el carpintero y el oculista, y había aprendido los
talentos más diversos, a la par que se ganaba la confianza y empatía de sus
súbditos. Ellos solían brindarle información valiosa, con la que pudimos
enterarnos del abrupto cambio de su madre después de que ella naciera. Una
tarde, al ir por los nuevos lentes de sus padres —aún renuentes a que su hija
hiciera las tareas de mensajero—, la esposa del oculista le dijo que era una