Page 103 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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No necesitamos pensar demasiado el asunto para decidir que debíamos advertir a

               nuestra profesora. Podía estar en grave peligro. Casi no sabíamos nada de la
               doctora. Era un misterio, como las brujas de los cuentos que habitan cabañas
               escondidas en lo más profundo del bosque. Decían que tenía una colección de
               cadáveres que había sacado del hospital antes de que éste se quemara, y que
               experimentaba con ellos; también decían que tenía frascos de enfermedades que
               soltaba cuando necesitaba vender sus medicinas y hacer visitas a domicilio. Eso
               se contaba, pero yo sabía que se trataba de una mujer sola que me daba miedo, y
               a veces lástima, sobre todo cuando pensaba que nadie la quería.


               Corrimos tanto como pudimos hasta la casa de la doctora. El único que sabía
               dónde vivía era Jujú, que tras indicarnos el camino nos dijo:


               —Tal vez necesitemos ayuda de los Escorpiones.


               Ni Tania, ni Mario, ni yo estábamos seguros de que eso fuera cierto; además, el
               que el Bicho se hubiera comportado bien hasta ahora, no significaba que el
               Garrapata y sobre todo el Alacrán no fueran a intentar envenenarnos o hacernos
               algo terrible. Sin embargo no nos opusimos, así que se separó de nosotros
               corriendo, mientras nos aproximábamos a la enorme casa de la doctora y
               también directora de la escuela.


               A lo lejos, pude ver al Bicho correr y al sol despedirse de nosotros, sólo que yo
               sabía que éste último no volvería pronto.


               Apenas habíamos entrado al patio cuando alcanzamos a ver cómo una ventana
               era manchada con una luz semejante a la de una gran luciérnaga. Nos acercamos
               y a través de una sucia capa de grasa en la ventana, que daba la extraña
               sensación de ser un manto de neblina congelada, vimos a la doctora, sentada en
               su escritorio; pude ver el vendaje que llevaba aún en su mano, y a la maestra
               Brenda sentada frente a ella, junto con mi prima. Nos apretujamos para ver, y
               después de los inevitables “Hazte para allá”, “No veo”, “Me estás pisando,
               Tania”, “Déjenme ver” y “Cállense que nos van a oír”, por fin guardamos
               silencio y escuchamos una extraña y reveladora plática que fue iniciada por la
               doctora:


               —¿Y bien, Brenda? ¿Qué quería preguntarme? Usted sabe que soy una mujer
               muy ocupada.


               —Recuerdo que mi padre me contaba de algún encuentro extraño que tuvo con
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