Page 104 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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un hombre un día, justo cuando yo estaba por nacer. Mi papá le contó del arduo

               trabajo que hacía en la fábrica y de cómo todo se le iba a complicar con la
               llegada de su bebé. Entonces este misterioso individuo le dijo que la mejor
               inversión que uno podía tener como hombre eran los hijos, ya que ellos podrían
               trabajar por uno y mantenerlo en el momento adecuado. Por otro lado, dijo que
               las hijas eran una desgracia que sólo hacían gastar en alimento y vestido. Papá
               repuso que tal vez tenía razón pero que a él no le importaría si su bebé era niña o
               niño, él lo querría de igual forma. Entonces el hombre le dijo que si por
               casualidad se arrepentía y quería un niño, él podía contactarlo con la persona
               adecuada...


               —Muy bonito cuento, Brenda, pero no sé qué está intentando decir.


               —La persona a la que se refería el hombre era usted doctora.


               Mi prima aclaró entonces:


               —Siempre existió esa leyenda, incluso en el hospital. Se decía que si uno quería
               tener un niño varón debía acudir con la doctora Gardel.

               Pude ver cómo la directora permanecía en la misma posición, con los codos

               recargados en el escritorio y el rostro apoyado en su mano vendada. La profesora
               continuó:

               —¿No le parece extraño que usted sea posiblemente la única ginecóloga que de

               entre todos los niños que ha traído al mundo, más del ochenta por ciento hayan
               sido niños?


               La doctora se recargó en su sillón y dijo con una extraña sonrisa:

               —Lo que me parece extraño es que sepa tanto sobre mis estadísticas personales,
               Brenda. Pero déjeme decirle que si di a luz a tantos niños varones como dice, fue

               por mera suerte. Sólo eso.

               Entonces pudimos ver cómo la maestra sacaba de la bolsa de su saco las pulseras
               y luego se las mostraba a la doctora. Ésta puso un gesto de susto mucho mayor

               que el que pone mi mamá cuando ve llegar la cuenta de luz o mi boleta de
               calificaciones. Se colocó los lentes con su mano sana y temblorosa, y dijo:

               —¿De dónde sacó eso?
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