Page 111 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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—No sé, pero debemos ser muy cuidadosos —contestó la maestra, porque

               entendió que la pregunta era para ella y no para una construcción que, por muy
               amenazante que pereciera, no iba a contestarnos; de haberlo hecho, nadie se
               hubiera atrevido a entrar, como ocurrió unos segundos después.


               La maestra estuvo de acuerdo en que podíamos ayudar a buscar, siempre que
               estuviéramos unidos en dos grupos: Érika, Mario, el Alacrán y Tania en el
               primero; y la maestra, el Bicho, el Garrapata y yo, en el segundo.


               El edificio parecía un cartón de huevos quemado. Los primeros rayos de la luna
               lo hacían ver como una de esas construcciones espaciales que aparecen en las
               películas y que han sido abandonadas por el ataque de una extraña enfermedad
               galáctica.


               Eran tres pisos los que tenía el edificio, así que la maestra pidió al grupo de
               Érika que buscara en la parte superior, mientras nosotros revisábamos la planta
               baja.


               Si nunca me habían gustado los hospitales, menos podía gustarme uno que tenía
               todo para concursar como uno de los lugares más tenebrosos del mundo. Me
               aterraba pensar que ahí habían estado enfermos de cosas horribles y gente
               gritando por el dolor de una pierna fracturada o de una apendicitis. Los cuartos
               estaban totalmente vacíos y negros, pero yo casi podía ver en cada uno de ellos
               las camas y los estantes que guardaban esas espantosas batas verdes. La arena
               del desierto, que estaba por todos lados, hacía que el piso, a cada paso nuestro,
               lanzara un pequeño quejido. Cada rincón parecía querer gritar mil historias de
               enfermedades y vendajes, pero todo el hospital estaba amordazado y el viento
               sólo lo hacía silbar a través de los agujeros que había en algunas paredes. Un
               olor a soledad se metía hasta el fondo de nuestras narices. Recorríamos un largo
               pasillo, cuidando de no hacer ruido, cuando escuchamos la caída de un objeto
               que hizo tanto ruido que tuve que taparme la boca para no dejar escapar un grito.


               —Es en el sótano —dijo la maestra.


               Ella fue la que nos condujo pero el Bicho se adelantó y se colocó al final del
               corredor:


               —Parece que es por aquí.


               —Cuidado, Justino. No hagas ruido —dijo la profesora.
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