Page 112 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Al final del pasillo vimos la entrada al sótano, un oscuro boquete en el que en

               algún momento debió haber existido una puerta, así como en el corredor
               debieron existir en algún tiempo atrás, enfermeros y camillas rodantes.

               Antes de bajar los escalones, por puro instinto de supervivencia, todos tomamos

               un palo abandonado, una varilla o una piedra, cualquier cosa que pudiera servir
               como arma defensora.

               Descendimos con cuidado, la maestra insistió en ir por delante. Al llegar abajo

               nos encontramos ante un pasillo oscuro. En ese momento se escuchó un sonido,
               uno que hizo que mi sangre se volviera de hielo: un llanto reprimido. La
               profesora continuó caminando, pero pensé que no era buena idea. No quería
               encontrarme con algún enfermo fantasma condenado a arrastrar sus vendajes por
               toda la eternidad.


               Al pasar por otro cuarto abandonado vimos el origen del llanto: la doctora estaba
               sentada sobre sus piernas en el suelo en lo que pudo haber sido el almacén del
               hospital. Se encontraba llorando y mirando cierto punto del suelo. Una loseta del
               suelo que había sido retirada dejó un hoyo. Al avanzar nos dimos cuenta de que
               un gran agujero en el techo, como del tamaño de la sala de mi casa (que no es
               que sea muy grande, pero si al techo de un edificio le haces un hoyo de ese
               tamaño, a cualquiera le debe parecer enorme), conducía directamente a la planta
               baja del edificio y a los demás pisos. Parecía el camino que un gran gusano
               hubiera hecho dentro de una manzana enorme, y que dejaba que los intrusos
               rayos de la luna penetraran hasta el suelo.


               Dimos un paso, y la maestra, con un gesto, pidió que nos quedáramos quietos
               mientras se acercaba a la doctora para hablar con ella.


               Como si nos hubiera sentido kilómetros antes, la directora se volvió, sin
               mostrarse sorprendida. Pude ver que tenía una caja de latón entre sus manos. Sin
               fijarse en lo que hacía, la puso en su regazo, pero la caja se volteó, cayó al suelo
               y de ella salieron muchas pulseras azules... La doctora sólo dijo:


               —Tenías razón, Brenda... faltan sus pulseras.


               —Vámonos de aquí. Tenemos que ir con la policía. Le prometo que nadie le hará
               daño.


               La directora tenía los cabellos en la frente y, furiosa, se los apartó con su mano
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