Page 120 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Entonces le hice prometer que no tomaría el camión de la ruta 23 y además le
pregunté si sus papás querían a una niña cuando nació. Ella contestó:
—Claro que sí. Ellos eran felices con lo que fuera. Si tú hubieras sido niño
también te hubiera querido igual.
—No tienes de qué preocuparte, mamá, las mujeres que desaparecen son las que
no querían sus padres que fueran mujeres. No tenemos que irnos de aquí.
—Tal vez tengas razón pero no es eso, sino que no puedo estar a gusto en un
lugar donde nos ignoran. ¿Qué tal que un día tú te pierdes? No soportaría que a
nadie le importara.
Esa tarde lloré un buen rato. Por fin me había acostumbrado al desierto y al
pueblo, y ahora tendría que irme. Mis amigos me habían dicho que si mi mamá
decidía que nos fuéramos, ellos me escribirían y que no nos alejaríamos para
siempre.
Y justo en esa noche ocurrió lo que nunca pensé que podía suceder, mientras
esperaba la llegada de mi madre: la piel me volvió a cambiar, sólo que ahora
sentía que me quemaba de un modo terrible; si mi piel hubiera sido un traje, me
lo hubiera quitado en ese momento. Corrí al espejo y vi mi rostro. Estaba más
rojo que el color que pueden pintar unos plumones o el sarampión. Mi corazón
latió con fuerza. Entonces una voz vino a mi cabeza:
—Hija, no me busques. Convence a tu prima y váyanse de ahí. Te quiero.
Recordé eso que había dicho mamá: “Era como mi hermana mayor”. Y lo que la
abuela de Justino había comentado: “Es casi una hermana para mí”. Y
finalmente conecté las frases. Jamás me di cuenta de que Jose era Bernarda
Josefina. No era a la maestra a quien la abuela del Bicho quiso advertir, sino a mi
madre.
Una lágrima apareció en mis ojos justo cuando una ráfaga de viento amenazaba
con romper el vidrio de mi ventana.