Page 125 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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EL VIENTO ME TOMÓ con rudeza. En unos segundos ya estaba flotando en el
aire. Me sentí como en un juego de feria, de esos que te hacen dar vueltas, te
colocan de cabeza y al final te hacen vomitar. Sólo que esta vez me encontraba
muy asustada como para preocuparme por eso. Me esforzaba por ver a dónde me
llevaba ese viento, pero el polvo rojo, que parecía compuesto de millones de
mosquitos colorados, me impedía ver más allá de mis manos. Manoteaba como
queriendo aferrarme a algo, pero lo único que podía apretar con fuerza era la
pulsera de mi mamá en mi puño. Sentí que estaba girando alrededor del
torbellino que me hacía brincar bruscamente como si estuviera de pronto
montada en uno de esos toros mecánicos. Una corriente me hizo dar una pirueta
en el aire y una fuerte ventisca entró entre mis pies y mis tenis, casi podría decir
que sentí cómo una mano invisible me quitaba los zapatos llevándoselos lejos de
mí. Entonces, por un segundo, el panorama se aclaró y por entre la arena roja
pude ver el desierto muchos metros debajo de mí. Sentí cómo el remolino
descendía sobre el desolado llano. Y tuve la impresión de ver la zanja donde
habíamos encontrado el cementerio de zapatos. Aquella licuadora por fin dejó de
girar, y formó un túnel con una corriente de aire en el centro. Comencé a
descender como si estuviera en medio de una resbaladilla gigante, cada vez más
rápido. Sin esperármelo, vi frente a mí un gran agujero negro y apenas tuve
tiempo de reconocerlo: no era la entrada a otra dimensión ni el más allá, era el
tubo de desagüe donde mis amigos y yo nos habíamos ocultado anteriormente.
El viento me puso boca abajo y yo caía con los brazos por delante, en el mejor
estilo de los superhéroes. No podía ver nada. Tuve la impresión de haber
recorrido muchos metros de oscuridad. Entonces un punto de luz apareció frente
a mí; un punto que se convirtió en un pequeño círculo que luego fue un disco de
luz del tamaño de una puerta. Y de pronto un gran resplandor me hizo
entrecerrar los ojos. Sentí cómo caía en el suelo con delicadeza. Por fin toqué
tierra y casi tuve ganas de besarla como hacían aquellos navegantes que iban a
descubrir nuevos mundos. Y así como había aparecido aquel viento rojo, en un
segundo escapó por el túnel que habíamos recorrido juntos. Se escuchó una gran
succión, como la que hace el desagüe del lavabo cuando deja ir ese último tanto
de agua. Sentí que por fin podía respirar libremente, pero al hacer esa primera
inhalación, un mareo me invadió. Apenas pude evitar caer violentamente y que