Page 130 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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al bebé en su vientre. A él no le importó y se quitó el cinturón con una enorme

               hebilla de metal. Sólo que él no esperaba que en ese momento un viento furioso
               se interpusiera, lo tomara entre sus corrientes vertiginosas y lo llevara a lo más
               profundo del desierto —hizo una pausa y mientras miraba el lugar y acariciaba
               al collie que se había acercado a ella, continuó—. La mujer se quedó aquí, en
               este lugar, hasta que nació la niña. No quería ir al pueblo, pues no sabía si le
               harían algo los hombres, pero le di un regalo, y no sólo a ella sino a todas las
               mujeres que desde ese día nacieron en esta región: todas recibirían un sello, una
               ayuda para defenderse de los hombres. Además le prometí que me escurriría
               hasta las habitaciones de sus esposos, sus hermanos y sus padres y que con mi
               aliento les provocaría un letargo tal, que nunca serían capaces de tocarlas de
               nuevo. Le dije también que en cien años regresaría.


               Recordé la historia que la abuela de Mario había contado. Si era cierto eso,
               entonces, ¿a qué había regresado ese espíritu? Así que la interrumpí, todavía sin
               entender y sin poder controlar mi enojo:


               —¿Regresaste por tus sellos?, ¿vienes por tus sellos? Quítanoslos pero déjanos
               regresar.


               Se puso de pie e intentó acercárseme, pero di unos pasos atrás.


               —Creo que no estás entendiendo, Ivón. No vine por los sellos. Vine por las
               mujeres.


               —Pero, ¿por qué?, ¿por qué primero nos ayudas y luego nos haces esto?


               —A eso vine, a ayudarlas. Después de volver al pueblo hace unos meses, me di
               cuenta de que los hombres siguen igual. Cien años y siguen igual. No importa
               que les haya quitado la fuerza para pegar a sus mujeres a tal grado que ya ni
               siquiera pueden trabajar. Siguen molestándolas con armas tan malas como un
               palo o una navaja: los insultos, el maltrato, el despotismo y los gritos
               desconsiderados desde sus sillones y hamacas.


               Y cuando supe que el padre de las gemelas iba a castigarlas severamente ese día
               que llegarían tarde a su casa, decidí que era tiempo de acabar con todo eso.


               —¿Qué quieres decir? —pregunté intrigada.


               —Estoy sacando a las mujeres de los pueblos de la región, porque pienso
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