Page 126 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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mi cabeza diera contra el suelo.


               Cuando desperté, una luz blanca iluminó mi rostro. Recordé mi viaje y pensé:
               “¿Estoy muerta?”. Sentí el frío en mis pies desnudos y me dije: “¿Así se sentirá
               ser cadáver?”, pero de pronto un cosquilleo en el pie derecho me hizo apartar la

               pierna. Me senté y vi cómo un perro salchicha lamía mi otro pie. Me levanté de
               inmediato. Tenía la pulsera en la mano y por reflejo la guardé en un bolsillo de
               mi piyama.


               Por primera vez miré el sitio donde estaba y lo único que supe en ese momento
               es que nada de aquello podía tener que ver con el paraíso, el limbo u otro sitio de
               ultratumba.


               Estaba en una especie de cueva, y casi podría decir que mis dos ojos no fueron
               suficientes para todo lo que alcancé a ver gracias a los focos que salían del techo
               y las más de diez lámparas que estaban dispersas por todo el lugar: había
               muebles viejos por todos lados, entre ellos varios sillones y dos sofás. Y sobre
               muchas mesitas y cómodas estaba dispersa una enorme cantidad de objetos que
               pensé que serían valiosísimos tesoros, pero al fijarme bien me di cuenta de que
               ésa debía de ser la guarida de un coleccionista de toda cosa inútil que existía en
               el mundo: había revistas viejas por montones, botellas de refrescos, esqueletos
               de bicicletas, dos lavabos viejos, una extraña escultura de un caballo sin una pata
               y hasta un letrero de parada de camión. Vi con sorpresa que, sobre cada una de
               las muchas alfombras que cubrían el suelo arenoso, descansaba un perro. Un
               pastor alemán comenzó a ladrarme amigablemente y un collie se me acercó para
               que lo acariciara. Pude ver entonces un carrito de supermercado con muchas
               flores en su interior. Estaba situado justo debajo de un boquete en el techo. Éste
               parecía dar al exterior, pues un gran cono de luz de sol penetraba hasta el carrito
               y bañaba las plantas. Me acerqué a ellas y casi me dieron ganas de acariciarlas,

               había varias flores del desierto, de esas que tenían fama de ser muy raras.
               Recordé los pétalos que vi en el cementerio. Entonces escuché una voz detrás de
               mí:


               —Son hermosas, ¿no?

               Era la señora Lulú, que había surgido no sé de dónde con su vestimenta
               estrafalaria y ese sombrero que parecía jardín. Me quedé sin saber qué decir o

               qué músculo del cuerpo mover. Se acercó a mí y, viendo mis pies, me dijo:
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