Page 121 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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               CORRÍ COMO NUNCA al viejo hospital, el camisón de la piyama me
               estorbaba, pero no había siquiera pensado en cambiarme, apenas si me había

               puesto mis tenis; no podía dejar que el viento se llevara a mi mamá. Llegué a la
               parada del camión y no vi nada. Tan sólo ese lugar desolado que únicamente el
               viento visitaba. Entré al hospital y llamé a mamá gritando en todas direcciones.
               No obtuve contestación. Lastimé mi garganta de tanto clamar por una respuesta.
               Me senté justo en la entrada de la horrible construcción. No podía pensar, el
               llanto no me dejaba, y una pregunta recurrente me penetraba hasta los dientes,
               casi con cada respiración que daba: “¿Por qué?, ¿por qué?”.


               No era lógico. Mamá era una niña deseada, ¿por qué tenía que desaparecer?
               ¿Terminaría esto algún día?


               Sentada en el suelo manchado de arena, estiré mi camisón para cubrirme bien las
               piernas que ya empezaban a palidecer por una leve brisa del este. Casi sentí odio
               por esa corriente de aire y por todos los vientos del mundo. Escondí mi rostro
               entre mis brazos y lloré otra vez... Creo que lo hice hasta que todas mis lágrimas
               se agotaron... Entonces, el sueño me venció.


               Me vi caminando a la parada del camión justo unas horas después del ocaso,
               antes de que soplara el viento del norte. Me coloqué ahí, mirando al desierto con
               los brazos extendidos. Sentí como la piel se me encendía y tomaba el mismo
               color que mis labios, el color de una costra seca. Entonces un viento con sangre
               y arena, con odio y silencio... me llevó de ahí... primero me levantaba y luego
               me hacía girar y girar, para después perderme en su estruendoso grito, entonces
               escuchaba una voz que me decía:


               —No tengas miedo, hija, ahora nos veremos. En ese momento, al creer escuchar
               la voz de mi madre, me desperté y busqué el origen de esa voz, pero no vi nada.
               Después oí un extraño sonido. Venía de la parada del camión. Era un rechinido

               metálico que se acercaba por la terracería acompañado del golpeteo de metales.
               Las nubes habían ocultado la luna y no me permitían ver qué era. Me limpié el
               rostro y me puse de pie para esconderme en el interior del hospital. El sonido
               aumentaba y el rechinido era más y más rítmico. Reconocí el ruido: era el de un
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