Page 124 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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—Entonces ya la encontraste.
—¿Qué dice?
La mujer dio unos pasos a su derecha y miró al suelo como buscando algo. Se
inclinó, sujetando su sombrero con una mano, y levantó algo. Me mostró lo que
sostenía, justo bajo la luz que un poste dejaba caer a chorros, y que nos bañaba
como una regadera. Era una pulsera de recién nacido, pero no azul como las
otras; me acerqué y la tomé entre mis dedos. Era una pulsera rosa y tenía escrito
el nombre de mi mamá: “Julia”. Un sollozo escapó de mi boca. Sentí entonces la
mano de la señora Lulú sobre mi hombro.
—Tú le dijiste a tu mamá que tomara el otro autobús, ¿no?
Me aparté un tanto temerosa y con la expresión de mi rostro y con el paso que di
alejándome de ella, debí de haber manifestado con claridad: ¿cómo supo? Ella
sólo dijo:
—Todo lo que necesitas es querer ir adonde está ella. Todas ustedes lo que
deseaban era que ellas regresaran, ¿no? Pero ¿no se les ocurrió nunca desear ir
hasta ellas?
Miré la pulsera sin entender aún esas palabras. Al volver el rostro para
preguntarle exactamente a qué se refería, la mujer se había esfumado, tal y como
se desvanece un sueño. Me volví buscándola y la llamé asustada. Y entonces,
como nunca, deseé llegar hasta donde estaba mi madre.
Sentí otra vez ese mismo ardor que me había invadido en mi casa hacía una o
dos horas. La piel empezó a tener un color rojo profundo, como debían de ser las
aguas del Mar Rojo. Me miré un brazo y luego el otro y casi podría jurar que los
vi pulsando, como si mi corazón estuviera disperso por todo mi cuerpo. Entonces
lo escuché llegar.