Page 41 - Hasta el viento puede cambiar de piel
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Esa tarde, después de comer unas albóndigas, que Laura pasó por su garganta

               con gran esfuerzo, imaginando quizás que en realidad estaba enguyendo un
               helado, muy posiblemente sabor nuez (su favorito), reflexionamos sobre las
               desapariciones. Y después de razonar mucho, mi amiga se percató de algo que
               había dicho Pilar: “Frida sólo iba a la ciudad cuando tenía que llevar a la fábrica
               las piezas de metal cortadas”. Entonces me acordé que mamá había contado que
               dos señoras habían visto a la señora Lulú en la ciudad tomando el camión de
               regreso.


               Por eso decidimos ir a un teléfono público para hablar a casa de las gemelas. Nos
               contestó su hermano —que milagrosamente se debió haber levantado de su
               sillón para descolgar el auricular, o tal vez sólo estaba sentado junto al aparato
               —, y le preguntamos por sus hermanas. Para nuestra sorpresa, no parecía muy
               preocupado:


               —Cuando esas dos regresen, papá las va a regañar terriblemente, no le gusta que
               vayan a la ciudad sin permiso, aunque sea por un regalo de cumpleaños para una
               amiga.


               De ese modo Laura y yo nos dimos cuenta de que todas las desaparecidas habían
               salido a la ciudad. Y tal vez habían desaparecido en el regreso y tal vez en el
               mismo lugar. ¿Por qué nadie se había percatado de eso?


               Ese día me acosté temprano, quizás sólo un poco más tarde que el día de la
               desaparición de la señora Lulú y pensando si debía decirle a mamá lo que
               habíamos averiguado. Después de todo era una pista que tal vez valía la pena
               seguir, al menos en lo que la señora Estela recuperaba su olfato. Entonces, de
               pronto, sentí por un momento que las cobijas me quemaban. Me las quité de
               encima y al tocarme una mano con la otra, noté lo caliente que ésta estaba. Me
               senté y rápidamente encendí la luz. Mis manos y brazos estaban tan rojos como
               el vestido favorito de mamá. Me di cuenta de lo que ocurría cuando sentí el
               golpeteo del viento contra la ventana. Me toqué las mejillas ardientes y por un
               momento sentí algo totalmente contrario a lo que debía de haber sentido: un

               terrible sudor frío. El viento del norte comenzaba a silbar fuera, tal y como había
               ocurrido la noche anterior... En ese momento me temí algo horrible.
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